viernes, 19 de diciembre de 2008

El sueño de la razón produce monstruos



La luz de la habitación está encendida y en mi mano el teléfono empieza a sonar. Observo que todavía llevo puesta la ropa de ayer. Son las 8:49 de la mañana y todavía ni he abierto la cama. Entono en voz alta un ¿si?, ¡dime!, pero mis cuerdas vocales no responden, así que dejo que siga sonando mientras reviso qué mentira no he utilizado todavía como argumento para cuando tenga que devolver la llamada.
Mientras tanto ya he acomodado mi cabeza sobre una almohada que no huele a mi. No sé a qué hora llegamos, ni a qué hora se fue. Ni si se fue o le eché. Debería levantarme, quitarme esta ropa impregnada en humo y su perfume, lavarme los dientes y quitarme este aliento a wisky. Es curioso, ni él ni yo bebimos wisky anoche. Quiero ducharme, o mejor, llenar la bañera de agua hirviendo, y sentir dolor cuando sumerja mi polla en ella, y como si de una infusión se tratase, se disuelvan allí mis alas magulladas y me llenen de su ceniza para luego ver cómo una parte de mi se va por el desagüe.




Al salir de la bañera he creído por un momento que había remontado, que volvía a tener conciencia de la realidad, que la noche no tiene mas sentido que el que le corresponde. La luz del sol llena por completo el baño y dejo que el viento seque mi cuerpo desnudo, pero cuando me he visto reflejado en el espejo he sufrido una regresión. He cogido la toalla y me he secado rápidamente. Con ella atada a la cintura, ando hacia el lugar donde él tiró mi paquete de tabaco. Vuelvo a la cama con un cigarro sujetado por mis labios mientras mis pies húmedos dejan una huella sobre el parqué. El teléfono vuelve a sonar. He contestado la llamada sólo por intentar ayudarme un poco a mi mismo, aunque me jode haber tenido que romper el silencio con palabras de falsa amabilidad hacia una persona que es solo un usuario del producto en que me he convertido. Cuando he colgado, he encendido el cigarrillo que seguía pegado a mi labio inferior después de hacer el cálculo de las horas que quedaban para salir a tomar una copa. Entonces he pensado en llamar para anular la cita que tenía esta mañana para firmar unos documentos, así mi apatía podrá descansar sin remordimientos. Pero en seguida he notado cómo el sueño me envolvía delicadamente la boca con un pañuelo bordado en diazepán.

De repente me veo dentro de un autobús, circulando por las calles de Tokio, contemplando por la ventanilla izquierda un extraño palacio iluminado bajo un cielo donde ni es de día ni es de noche, y diciéndole al conductor que no nos podemos entretener, porque tenemos que llegar a Shibuya. Entonces es cuando despierto y me encuentro en el suelo de un comedor. A mi lado cuatro gatitos. Frente a mi un sofá con gente que conozco pero no reconozco. Una hermosa pantera viene a jugar con esos gatos, y yo la espanto. Es cuando toma consciencia de que yo estoy allí. Yo y mi mano, que devora quietamente mientras intento persuadir al resto de los habitantes del salón, tranquilo y sin sentir dolor, de que ya no tengo dedo índice. Al tiempo aparece otra pantera idéntica que hace lo propio con mi meñique derecho. Abro los ojos y mi corazón, presionado contra la sábana, me palpita a 150 pp/m. Mis pesadillas todavía me siguen fascinando. Quisiera ponerle nombre a esas panteras, y lo mejor es que creo saber cómo se llaman. No, hay algo más. Conozco tan bien mis miedos que ya han empezado a presentarse en forma de alucinaciones, espectros, objetos, personajes abstractos que han salido de mis sueños e irrumpen cada cosa que hago cuando estoy despierto, o mejor dicho, cuando tengo los ojos abiertos. Necesito un gesto que nunca llega -simplemente porque no sé cuál es- que me saque de este estado vegetativo. O al menos eso creo. Ahora ya no estoy del todo seguro. Y ni siquiera entonces, soñando o despierto, he dejado de leer todas esas preguntas absurdas, impresas en el interior de mis párpados que juegan con puntos de luz que se mueven como insectos sobre fruta podrida y que sirven de inicio a mi nueva pesadilla. Ya he dicho que hay algo más.

Vuelvo a abrir los ojos, la luz sigue encendida y el Sunday Morning de la Velvet vuelve a sonar, esta vez con más insistencia. Ya son las 11 de la mañana y todavía evalúo si merece la pena coger o no ese teléfono. Nunca había tenido tanta presión escuchando la voz de Lou Reed.

Hay mañanas en las que intento sin éxito desentrañar el misterio de la vida corriente, lo difícil de esa vida, extraer el significado oculto que la sostiene y justifica y cómo la gran mayoría de gente lo puede llevar sin más contrapartida que la meramente económica. Felices por poder pagar el alquiler, porque su compañero de curro ha tenido un niño, porque se tienen... Pero ¿yo podría? ¿Podría llevar esa vida común, de gente común, con empleo común y éxitos comunes? Tengo un trabajo de puta madre y no me gusta. Tengo mil relaciones que me preocupan. Tengo una flor en el culo y yo me empeño que de allí sólo puede salir mierda, para luego creerme que incluso huele bien. Tengo. Tengo. Tengo. Quizá sólo tenga inconformismo. Quizá sólo tenga insatisfacción crónica. Quizá sólo busque ser imprescindible sin saber por qué, para quién ni en qué. Sueño en días luminosos en los que al fin comprendo que debería marcarme objetivos, labrarme un camino propio, confiar en mí y en mis posibilidades, o mejor dicho, creerme las que tengo; empezar de cero y salir adelante con mi esfuerzo. Necesito disciplinarme. Pero todos esos días, si llegan, con ellos también llega su fin y me encuentro nuevamente conmigo mismo y con la sospecha de estar cometiendo un crimen. Objetivos, caminos, posibilidades, esfuerzo. Todo, por apenas diez minutos de felicidad al día. Toda una vida por esos diez minutos, pero lo cierto es que aún quedan demasiadas piezas por encajar, varias alfombras que levantar, papeles que vender, información que sacar, contactos que retomar, incluso venganzas que saldar. A estas alturas soy excesivamente predecible para mí mismo.

El teléfono sigue sonando. Me incorporo, enciendo la tele y descubro que ha habido un atentado. Por fin cojo el teléfono sin mirar quién me llama… olvidaba que hoy tenía comida de trabajo. Ya sin tiempo abro el ordenador, miro el correo y me sorprendo y me maldigo al comprobar que un ayuntamiento nos ha metido una suspensión cautelar. Ni me inmuto. Me miro al espejo y veo un homicida frío y orgulloso. Cruzada esa puerta es cuando debo empezar a actuar.

El olvido nunca me ha funcionado, y no puedo producirlo masque mediante la escritura, pero yo no escribo. O mediante la música, pero no soy músico.
En esta habitación, vestido y apunto de encender el segundo cigarrillo del día, parezco un tipo elocuente, pero lo cierto es que sólo lo soy entre estas cuatro paredes. Ahí fuera estoy perdido.

1 comentario:

Anónimo dijo...

"Quizá sólo tenga insatisfacción crónica"

Cuando te pones Cristina no hay quién te aguante...

Love ya!

pd: la palabra que me hace escribir en el recuadro de abajo para poderte comentar es "quiste"...muy fuerte cari