miércoles, 31 de diciembre de 2008

Ola Kala



Eran las 11 de la mañana y estaba en la única cafetería de la estación donde se podía fumar. Habían anunciado un retraso de media hora del tren que debía coger, con lo que no dudé en acabarme tranquilamente el paquete de tabaco que guardaba en la chaqueta mientras engullía un combinado que anunciaban como desayuno continental. Sólo pensaba en escapar, otra vez, con la certeza de que, como otras tantas veces que intenté huir de mi mismo y de mi entorno diario, resultaría ser otra suma de días de actividades constantes sin haber tenido ni un minuto dedicado a mi, o a él, o a los dos. Estaba seguro de ello, porque además esta vez no iba a estar solo. De hecho ni siquiera sabía dónde iba a estar, pero eso ni me inquietaba ni me ilusionaba. Buscar una promesa de algo, un compañero antagónico y complementario pensando en reencontrar un yo real ha dejado de interesarme. Quizá por la imposibilidad de vuelta atrás, quizá porque ese yo ya no existe, quizá porque sólo me ilusioné una vez y esa ilusión no vuelve más, como cuando se prende la mecha de un cohete y explota en tu cenital. Por eso debía aprovechar esas siete horas de viaje. La crisis económica y mi retirada de carnet no sólo hacía que tuviera que controlar mi estatus de vida y probar suerte en tercera clase, sino también que sucumbiera mi tiempo en realizar algo que, por mi mismo o por mis medios anteriores, hubiera supuesto menos de un tercio de ese intervalo. Siete horas sin nada más que hacer, sólo estar sentado y dejarse llevar. Tiempo suficiente para encontrarme, reinstaurarme y llegar a mi destino con cara fresca y ganas de comerme el mundo. Y quizá también poder acabar ese guión que se me enquista cuando la trama requiere una simple resolución dialéctica.
Fue entonces cuando me llamó. La megafonía de la sala anunciando la llegada de un cercanías eclipsó nuestra conversación. Su silencio denotaba tristeza y preocupación.

– He soñado contigo -dijo, con voz temblorosa.

Entonces quien se preocupó fui yo. Hay que temer su reconocido don de opinar sobre cosas que no sabe y acertar, y lo que es peor, predecir o soñar algo con la desfachatez que la realidad se aproxime insensata a su visión. Ella es un atentado contra la razón, y yo sin ella no tengo de eso.

– He soñado que algo te pasaba en ese tren, y que te robaban. Creí que finalmente no harías el viaje, porque ayer por la noche me dijiste que no tenías los billetes, y estaba tranquila pensando en que no se cumpliría mi sueño porque no te ibas.
– Sí, lo decidí esta madrugada y compré el billete en ese momento. Por eso no pude decirte nada. Pensaba llamarte luego.

Intenté tranquilizarla sabiendo que es imposible hacerlo, y sabiendo también que detecta el engaño. Pero ella ya había conseguido inyectarme la psicosis de la catástrofe hasta en la médula.



Con su voz todavía resonando en mi tímpano recorrí torpemente el pasillo del vagón, arrastrando una maleta con dificultad. d10ez, nue9e, 8cho, sie7e... uno, número que se correspondía con mi trono de vanidad. Al buscar la letra junto al número que aparecía en mi billete me alegré al comprobar que me había tocado ventanilla, pero esas vistas sólo me pertenecían sobre el papel: ya habían ocupado mi sitio. Dos hombres de aspecto desaliñado dormitaban ajenos a la usurpación de esa propiedad efímera. La imagen de ambos me hizo entender que habrían estado vagando por las calles sin nada que echarse a la boca en días. Deseaba que se hubieran equivocado de vagón, o que yo fuera quien hubiese cometido ese error. El sueño de ella todavía me inquietaba y vi allí el que podría ser el origen de mis problemas. Me paré junto a ellos y nos miramos. Les saludé y les pregunté si habían mirado bien sus billetes ya que estaban sentados en la cámara de torturas que la web me había asignado. No tuve respuesta. Me miraban como quien afronta ante un juez el reconocimiento de un delito. Uno de ellos me entregó su cartera. Al abrirla encontré su identidad griega junto a dos billetes, con asientos en la primera fila de ese vagón, pero era el abecedario latino el que fallaba. Para evitar una conversación de besugos decidí ocupar el asiento B que le correspondía a uno de ellos, ya que en el de ventanilla habitaba una señora de aproximadamente unos setenta años. Acomodando mi equipaje, la señora me indicó que había intentado hablar con ellos, pero como no les entendía llamó al revisor, que también ignoraba su lenguaje, con lo que decidió disponer a la señora en ese rincón. Le mostraba la mejor de mis sonrisas, escuchándola atentamente, mientras intentaba acostumbrarme al asiento, perturbado por la presencia de esos dos hombres a sólo un metro de mi. Una vez a su lado continuó con su monólogo sobre las políticas de inmigración en España y lo cambiado que está su pueblo en la actualidad debido a la cantidad de moros que ocupaban los bancos de las plazas donde hacía décadas se dejaba besar por su novio, en la mejilla y con permiso de Dios. Yo quizá no soy muy ducho en la comunicación humana, o puede que hasta limite dicha comunicación con mi estúpida y aleatoria selección elitista sobre quién puede y quién no puede hablarme sobre diversos temas, pero como no podía hacer como Woody Allen en Annie Hall y que apareciera el ministro Rubalcaba detrás de la puerta del lavabo para que esta señora le balbucee sus opiniones y éste le recuerde cuando su Manolo trabajó tres años de transportista en Suiza, saqué un libro, me puse los cascos e intenté aislarme de mis compañeros de fila. Empresa inútil; al abrir el libro una mano agarró mi muñeca. Recorrí con la mirada el brazo que osó irrumpir en mi espacio vital hasta ponerle cara, la cara sonriente de uno de los dos griegos. Su aspecto rudo, con manos grandes, fuertes y torpes, la cicatriz que recorría y potenciaba su mentón, la cabeza rapada y sus pronunciadas entradas que vislumbraban el paso de un poderoso vaso sanguíneo que se perdía en la cima de su despoblado cráneo, contrastaba con una sonrisa perfecta y una mirada entre pícara y amable, limpia y juvenil. Mientras le observaba intentó expresar en castellano, sin mucho éxito, gratitud por no haberles molestado con el cambio de butaca, alternando palabras en inglés para que yo le comprendiera mejor. Fue entonces cuando busqué en mi archivo de palabras perdidas aquellas anglosajonas que hacía años no sacaba. Me preguntó si era francés por mi acento -me lo han dicho ya tantas veces que me gustaría ser británico para saber cómo es mi acento francés hablando inglés-. No quise alargar demasiado la conversación y se lo hice notar cuando, al acto en que apareció el primer silencio, pulsé el play de mi iPod y retomé mi lectura. Nuevamente su enorme mano acarició mi hombro. Cuando me giré sacó del bolsillo interno de su chaqueta una botellita de Jack Daniel’s y me invitó a un trago. Aun tentado por la idea de beber wisky en un viaje en tren acompañado por dos desconocidos, supe que no quería entablar ningún tipo de relación en ese instante, en ese viaje donde debía centrarme única y exclusivamente en mi y en la llegada a mi principio. Y todavía menos siendo ellos los desconocidos. Así que no acepté alegando que quería escribir y que no solía beber antes de comer. Me preguntó si me apetecía beber cualquier otra cosa, y para frenar su insistencia le pedí un zumo, con la idea que tardaría al menos una media hora en volver debido a la cantidad de viajeros que utilizan el servicio bar. Pensé que así tendría tiempo suficiente como para intentar relajarme dentro de este ambiente ajeno que me incomodaba, pero no había sonado la segunda canción cuando apareció en el vagón con las manos metidas en su chaqueta. Se sentó y sacó un refresco y mi zumo, en botella de vidrio, sin abrir. Ni le pregunté ni me importó el hecho que pudiera haberlas robado. La abrió con la parte trasera de su encendedor, brindamos y le agradecí el gesto. La escena incitó mi curiosidad sobre este personaje, quizá para auto otorgarme seguridad y tranquilidad, así que esta vez inicié yo la conversación, trivial donde las haya, pero ¿cuál si no?

- Where do you go?
- To Muriskia
- Muriskia? Oh, Murcia!
- There is too many hours to...?
- About 8 hours

Su cara de estupefacción y la inocencia de su mirada hizo que riera a carcajada limpia, a lo que la señora que tenía al lado respondió con un gesto de desaprobación acreditado por un extraño sonido gutural. Él se inclinó hacia mí, y en voz baja me dijo que al menos así tendríamos tiempo para beber hasta emborracharnos, disfrutar del día, y dormir al llegar al hotel. Miré alrededor y pasé mi mano sobre la frente rascando algún pensamiento contundente que pudiera librarme de esas copas, o al menos de su impertinente insistencia a conversar. Él debió darse cuenta de mi intención de evasiva, así que cuando me disponía a hablar me hizo callar y sentenció que las fiestas había que vivirlas mientras ilumina el sol, y no la luz de la noche, y que es necesario descansar cuando hay oscuridad para, a la mañana siguiente, volver a vivir el mayor show en la historia de la humanidad que es nuestra propia vida. Sólo pude responderle con una sonrisa de aprobación, bajo la cual escondía cierta sorpresa por la elocuencia de su comentario y la sosegada forma en que gesticuló y pronunció cada palabra de esta máxima.

- Do you believe in God? -me preguntó– You’ve devotion or faith to any religión mayoritaria? ¿Rindes tus rodillas ante algún dios, o santo?... -y esperó la respuesta sonriendo, quizá consciente de lo inaudito de una pregunta así en una conversación que, de normal, estaría más cercana al silencio o a la predicción meteorológica que a la razón teológica-.
- No, no sigo ninguna religión, aunque supongo que es necesario creer en la existencia de algo superior- respondí con dificultad, aun con ganas de debatir sobre el por qué de las religiones.
- Ningún dios tiene que ver con nada de esto. Todos nuestros actos son físicos, tenemos impulsos y los ejecutamos. ¿Cómo controlar eso que nos es natural como humanos que somos, como animales? ¿Crees en un ser superior y que una parte de nosotros es espiritual? El espíritu humano es quien debe dosificar la bondad y el respaldo que Dios nos niega, y sin pedir nada a cambio. Todos somos iguales y todos deberíamos disfrutar de la vida el tiempo en el que estemos en ella, y ayudar a los demás a que la vivan así, sin temor hacia la venida de otro mundo o la vida eterna. Esta es nuestra vida. Lo eterno también depende de nosotros- sonrió, abrió el refresco y lo vertió en un vaso junto con los restos de wisky que quedaban en la botella. En ese momento no me habría negado a esa copa, y mentalmente contaba las horas que faltaban para llegar a la estación de trasbordo donde podría saciarme del humo que ansiaba en ese momento.
Es mucho mejor –prosiguió- pensar en que nuestra función se representa en un universo hecho de carne y hueso. Nosotros somos poderosos, podemos cambiar y hacer cualquier cosa que nos propongamos. Creamos en nosotros mismos, ¿no te parece?, y no en seguir el orden que nos lleva a absurdas crisis y guerras religiosas por la defensa de unas almas que no existen.

Dirigí la mirada hacia la nuca de la persona que tenía delante, estrujando entre mis manos el vidrio que todavía contenía algunos restos del jugo de melocotón y que acabó en el borde de mis labios. La señora que tenía al lado me miraba atentamente hasta que no pudo resistirse a pronunciar una arenga para el repliegue de tropas:

- Nene, ¿te está molestando? No le hagas caso ni aceptes nada de lo que te ofrezca. Si quieres yo tengo zumos, y he cogido comida de sobra por si te apetece comer algo. Además, ya va borracho y está gritando muy fuerte. Seguro que le van a llamar la atención.
- No se preocupe señora, no está diciendo nada malo. Sólo habla alto porque es la forma de hablar que tienen los griegos. -Sonreí y se me ocurrió una gracia que acabé pensando en voz alta- ¿Sabe los disturbios que están habiendo en Atenas? Es que esa es la forma que tienen de relacionarse con la gente, simples juegos amistosos, je je.
- ¿Disturbios? ¿Dónde? ¿Es que es de ETA o un Bin Laden de esos? Son todos unos judíos, no te ajuntes con ellos, quédate aquí y no le hagas caso nene, hazme caso, tú pareces buen chico y seguro que te va a robar o algo peor.
- What she said?
- Que gritas mucho -le respondí manteniendo la sonrisa-. Le he dicho que lo entendiera porque eras uno de los jóvenes de la revuelta de Atenas.
- Ah, ¿conoces la revolución?
- Sí, aunque no la he seguido muy de cerca. Muchos dicen que puede ser el nuevo mayo del 68, pero creo que de momento no está contagiando a muchos países, es algo muy local, aunque tampoco conozco mucho la historia.
- ¿En España hay comunismo?
- Sí, pero prácticamente no tiene representación política, son pocos los que se posicionan como comunistas, la mayoría jóvenes, pero aquí se están centrando más en Bolonia que en los hechos de Atenas. Siempre son estudiantes universitarios los que encabezan las protestas y la mayoría al salir de la universidad también abandonan la ideología; no hay mucho apoyo entre los representantes políticos. En general España es un país donde hay muy poca conciencia ideológica.
- ¡Es una pena! En Grecia hay muchos movimientos de izquierda, de extrema izquierda, y también de derechas. Cuando eres joven no vives ajeno a ningún tipo de ideología, siempre hay problemas con los nazis, por eso yo me hice esto a los 16 años -y abriéndose el cuello de la sudadera me mostró una A dentro de un círculO que tenía tatuado en su pecho izquierdo.
- ¡Eres anarquista! -le dije sorprendido-.
- Sí, y he recibido muchos golpes por ello. Generalmente no me llevo bien con la policía, pero aun peor con los jóvenes de extrema derecha. Siempre estoy metido en algún lío aunque no quiera, pero si nosotros no protestamos, ¿quién lo va a hacer? Nuestro gobierno es muy fascista, está lleno de corrupción y no nos da soluciones a los jóvenes. Hay que pararle los pies como sea, y el resto del mundo parece que no sabe ni dónde está Grecia. De él depende nuestro caminar en el mundo, y no pienso consentir que limiten lo que podemos llegar a ser. ¿No sientes que pasa lo mismo aquí?
- Sí, sí que pasa –dije-, pero aquí se percibe un ambiente bastante más adormecido, más acomodado. Por una parte no hay extremos visibles, no en los media, y los jóvenes también tenemos muy malas perspectivas, pero de momento no ha pasado nada trágico como para que nadie se revele contra nadie, y menos contra este gobierno que se erigió como alternativa a la política anterior y a la de Bush.
- Si, ya. Oye… Cristobal Colón era español, ¿no?
- Genovés, dicen, aunque no se sabe bien.
- Menos mal, porque ya te iba a echar la culpa de todo.
- ¿De todo? ¿Qué es todo? ¿Por qué?
- Porque por la curiosidad de ese hijo de puta hemos tenido que aguantar a los cabrones americanos. ¡Por su puta curiosidad! Él tenía que descubrir otra ruta, ¿no?, y mira cómo lo que tenemos que pagar ahora.
- Ya veo. De todas formas, tarde o temprano seguro que hubieran sido ellos quienes hubieran venido a descubrirnos y a conquistarnos.
- Ya nos han conquistado, somos una puta colonia americana, pero nosotros, los griegos, les hemos dado el acuerdo, el bienestar, la tranquilidad…
- ¿Hablas de las primeras civilizaciones?
- No, de una palabra: Ola Kala.
- ¿Ola Kala?
- Sí, Ola Kala, de ahí sale O.K. Es una palabra griega, pero nadie lo sabe.
- Ola Kala... pues no, no lo sabía. ¿Y significa eso? “¿De acuerdo?”
- Significa algo más. Cuando todo va bien, cuando no hay ningún problema, cuando se disfruta de la vida sin ningún tipo de barrera decimos eso.
- Ola Kala…

Mi compañera de viaje sacó del bolso un tronco envuelto en papel brillante que bien podría ser una caña de lomo. Miré la hora en el teléfono y pensé que quizá sería buena idea visitar el vagón bar.

- ¿Te apetece comer algo? Voy a acercarme al bar.
- No tengo mucha hambre, pero quizá mi hermano sí quiera comer. ¡Vamos!, así me pido otra copa.

Despertó al que ya sabía como su hermano. Se pusieron de pié y avanzaron por el vagón mientras yo acababa de guardar todo mi arsenal de cultura rápida en la mochila. Llegamos a la barra y nos sentamos en los taburetes. Me presentó como su gran amigo mientras rodeaba mi cuello con su brazo derecho. Fue entonces cuando percibí su esencia. Para mí, de entre los cinco sentidos, el olor es quizá al que le doy más importancia. Es de los que no pueden engañar, y los que te producen el recuerdo más intenso. Puedes ver fotos, oír voces, incluso tocar pieles, pero nada comparable al desolado paisaje mental que puede reproducir un perfume, la regresión aplastante en torno a tus recuerdos y el vívido desfile sobre tu dolor. El suyo era especialmente fuerte. De hecho me recordaba a uno ya frecuentado en mi adolescencia pero no de una persona, más bien de un lugar… si, era el del Citroën AX de mi tío, olor que me acompañaba en los veranos, con el que perdí la inocencia, el que transportaba mi imaginación; esencia que mezclaba una tapicería quemada por el sol, macerada en barriles de petróleo reseco y endurecido, sustentado sobre prensa amarilla y arena mezclada con partículas de pirita, plomo y cinc ocultada por un ambientador barato. Me di cuenta que no conocía el nombre de esa esencia, así que después de pedir un mixto y una botella de vino para compartir nos presentamos formalmente.

- ¿Cómo te llamas? –pregunté-.
- Ruslan.
- ¿Ruslan?¿Tal cual suena?.
- Sí, Ruslan, eRre-U-eSe-eLe-A-eNe. ¿Y tu?
- Vincent… Ruslan –murmullé- Ruslan me suena a nombre de país.
- Sí, mi país se llama así. De momento sólo existe en mi cabeza, pero quizá mis nietos, o los hijos de mis nietos puedan vivir en él.

Desde luego su nombre bien podría ser el nombre de un país, el nombre de un estado no legal, no soberano, no constituido en gobierno o administración, pero tan válido como cualquier otra entidad con cultura e historia propia. Me presentó a su hermano, el protagonista real de este viaje aunque yo ese hecho por entonces lo desconocía. Vivía en Creta y era arquitecto, divorciado y sin hijos, sensiblemente mayor que él y totalmente opuesto en todos los sentidos. Vestía con una chaqueta verde oscuro, camisa, pantalones tejanos y zapatos, mientras que la ropa de Ruslan era de un estilo denim negando cualquier identidad ya que tenía los logotipos de las marcas arrancados o tapados con parches cosidos a mano. El hermano era de estatura más baja que Ruslan, con barba decididamente estudiada que dibujaba a la perfección los surcos que partían desde sus hoyuelos hasta casi el filo de la mandíbula. Pelo rubio, nariz de perfil clásico y sonrisa igual de perfecta. Me sirvieron el vino y me mostraron el mapa de su nación. Su familia, de origen turco, había sido rechazada y perseguida por tres gobiernos, empezando por el ejército que daba de comer a sus bisabuelos: el ejército de Armenia. Con la guerra Turco-Armenia que precedió a la incorporación de estos últimos a la URSS, la familia de Ruslan, despojados de nación y de futuro y con la imposibilidad de alineamiento en ninguno de los dos bandos –no podían ser del todo armenios, pero tampoco enteramente turcos- decidieron volver a Turquía, país que ya les había sido hostil siglos antes con la persecución a su comunidad. Sin lugar estable de residencia mas que sus propias caravanas tiradas por un pobre ganado, fueron acogidos en Grecia, lugar donde nacieron ambos hermanos. Los padres, invitados a abandonar el país, todavía buscan refugio entre las nuevas repúblicas independientes del Este

- Mientras mi hermano y yo luchamos desde nuestra posición para volver a recuperar nuestra dignidad y la necesidad de nuestro pueblo de ser reconocidos como Estado, un pueblo que es mi propia familia. Quizá no lo vea yo, ni mis hijos, pero espero que en unos doscientos o trescientos años eso pueda ser posible. Por eso es importante dejar tu huella en el mundo, para que gente de tu descendencia pueda seguir con un sueño común, que no es más que la búsqueda de una identidad propia, una identidad que sea reconocida por todos. Los actos perecen, como lo haremos todos nosotros, sin embargo la sangre puede ser eterna. La sangre es nuestro pasaporte a la eternidad. En el fondo no busco más que cualquier otro hombre, porque ¿no es eso lo que cualquiera busca? ¿no nos buscamos a nosotros mismos y nuestro sitio en el mundo? Yo no estaré completo hasta que mis orígenes sean reconocidos y no sepa dónde debo estar. Mientras tanto ese hueco lo ocupa la utopía de ese Estado y la esperanza que mis dos hijos puedan seguir mi camino, allá donde decida instalarme y donde ellos decidan empezar a buscarse. Por eso tengo que seguir conociendo lugares, conociendo culturas, y ver cuál de ellas puede hacerme de trampolín hacia la mía propia. De momento sé que no puede estar en el Mediterráneo, pero también sé que no puedo conformarme con un papel plastificado que oculta mi cara tras un escudo que ni me pertenece ni me ama.

Fue entonces, estudiando las imperfecciones de su cara mientras me comentaba lo terriblemente homogéneo del paisaje mediterráneo, cuando supe que quien tenía delante no estaba curtido en escuelas ni universidades, pero me había ofrecido más reflexión que cualquiera de los ensayos que tuve que destripar para evaluar mi aprendizaje; y comprendí que no debiera ser yo quien juzgara su condición moral, la imposibilidad de su utopía o en lo afortunado o desafortunado de sus desequilibrios, o mejor dicho, excentricidades psíquicas, ya que eso mismo, según mi visión, es lo que le confería a este imperfecto desconocido el carácter de genio.

Dos botellas de vino más tarde y alguna pregunta más sobre sus dos hijos -de mujeres diferentes-, sobre mí y sobre Monica Bellucci llegamos a la estación de trasbordo. Salimos al andén directamente con el cigarrillo en la boca de la que salía propulsado a tiempos constantes y rápidos, ptza-ptza-ptza-ptza, humo transportando letras y signos de interrogación. Una chica a la que ya vi observándonos desde el otro lado de la barra se unió a nosotros.

- Parece que te entiendes bien con ellos, ¡qué envidia!, yo no sé hablar bien inglés.
- Ni yo ni ellos. La cuestión es querer entenderse. Ellos también se quejan que aquí nadie pueda saber cuándo piden un café o una coca-cola ni incluso en un bar. Tenemos muy mala educación en cuanto a los idiomas extranjeros.
- Supongo que nos acostumbramos pronto a la comodidad de ser los entendidos y no quienes deben entender.
- Si, supongo, aunque no creo que yo haya gozado nunca de esa posición cómoda. Mírales a ellos. Saben defenderse en inglés y, siendo la primera vez que pisan España ya se habían atrevido a conocer algunas palabras y decirlas en voz alta. Deberíamos aprender más de lo ajeno.
- No sé, a mi me costaría, aunque no he ido nunca a un país que no hablara hispano.
- Comprendo.
- ¿Venís juntos?
- No, les he conocido en el tren.
- ¿Y dónde vais?
- Ellos a Murcia, yo me bajo antes.
- ¿Y sabes por qué quieren ir a Murcia? Es muy extraño…
- ¿Extraño por qué? Si sientes realmente interés por eso se lo puedo preguntar.
- Es que ¡yo también me bajo en Murcia!
- Ah vale, ya entiendo –lanzo un par de jás- Ruslan, ¿a qué vais a Murcia?
- ¿Te lo ha preguntado ella?
- Sí, creo que está interesada en ti.
- Vale, no tengo ningún problema. Dile que si quiere puede venir conmigo.
- No, todavía es demasiado pronto para hablar del amor.
- Nunca es demasiado pronto ni demasiado tarde para el amor. De hecho el amor es el protagonista de nuestro viaje. Venimos en busca de una mujer. Mi hermano viene a conocer a su futura esposa.
- ¿Futura esposa? ¿No sabe quién es y ya viene decidido a casarse?
- Conoció a una chica por Internet. Hace un año de eso. Ayer estaba en Atenas conmigo, en mi casa, y me habló de ella. Le vi tan enamorado que sin pensarlo le obligué a coger el primer vuelo hacia España sin nada más que lo que llevábamos puesto. Yo voy con él porque es mi hermano mayor, y merece un respeto y mi protección. Por él lo haría todo, y si tengo que recorrer medio mundo para que él vaya a conocer a su esposa, yo lo haré. Contigo también lo haría, ahora eres mi amigo y estaría dispuesto a hacer cualquier cosa por ti.
- Vaya, nunca nadie me había ofrecido tanto en tan poco tiempo.
- Ese ya no es tu problema. Apartir de ahora todo te va a ir bien porque yo he aparecido en tu vida, porque tú te has mostrado amable con nosotros y yo tengo una deuda contigo. No pienses en el tiempo, sólo piensa que ahora mismo estamos aquí, tres extraños y, bueno -mirando a la chica-, una chica guapa, en la estación de tren de una ciudad que ni sabía que existía, bebiendo y fumando, y hablando sobre nosotros y sobre la vida. ¿Eso no es lo que hacen los amigos?
- ¿Qué te ha dicho? -me pregunta la chica-.
- Que van a Murcia a conocer a una mujer.
- ¿Qué te ha preguntado? -me pregunta Ruslan-.
- Que qué me decías.
- Dile que se venga conmigo.
- ¿Qué te ha dicho? -vuelve a preguntar la chica-
- Que sí. Mira, creo que lo mejor es que os presentéis porque me está entrando complejo de Celestina y ni soy tan vieja ni estoy tan gorda -ella ríe mientras él me sigue preguntando que qué le estoy contando.
- Pero te necesito para que traduzcas –me grita ella al oído mientras aprieta fuerte mi brazo- ¿Dónde han cogido el tren? -y en ese momento me sentí defraudado por su pregunta.
- ¿Realmente quieres saber eso? ¿Es lo más interesante que se te ocurre preguntar sobre ellos? -respondí de forma algo déspota.
- No sé, cualquier pregunta para romper el hielo -me responde con toda su inocencia, y yo encuentro un camino intermedio por donde andar cómodamente.
- ¿Desde cuándo estáis en Barcelona? -les pregunté a los dos hermanos.
- Llegamos esta mañana. Allí pudimos encontrar a alguien que nos ha dicho que podríamos llegar hasta la ciudad de la chica en tren, pero nos ha costado llegar hasta la estación, nadie nos entendía. Hemos comprado un plano para saber qué ruta estamos haciendo. Venimos totalmente a ciegas. ¿Eso es lo que te ha preguntado ella? Dile si quiere venir con nosotros.

Y así hasta que el silbido del tren anunció que el viaje proseguía. Se despidieron de la chica en la puerta del vagón y nosotros entramos en el ocho, y nos sentamos en la fila 1, letras Bé, Cé y Dé. Ruslan estaba realmente nervioso porque se acercaba el momento en que su hermano fuera a conocer a esa mujer, pero todavía estaba más preocupado por el hecho que no pudieran llevarla con ellos a Grecia a la mañana siguiente, como tenían planeado, o que finalmente a ella no le gustara su hermano, o simplemente que ella les hubiera engañado y no se presentara a la cita, o que ella no fuera la chica de las fotos que me enseñaban mientras nos dirigíamos al principio del principio. Ruslan pagaba su nerviosismo con una extraña pulsera de cuentas que utilizaba a modo de látigo entre sus dedos y acababa en una lengua viperina rematada con dos borlas de acero. Me dijo que era diseño suyo, que no tenía ningún valor material pero lo había compuesto en un momento de su vida en que debía pensar sobre su futuro y que, desde entonces, había tomado por costumbre palparlo cada vez que tuviera que exprimir su cerebro. Les pregunté si la chica les estaría esperando en la estación o tenían que ir ellos en su búsqueda. Entonces el hermano de Ruslan me mostró un mensaje con la dirección de la chica, una dirección algo confusa pero con un nombre claro: el de una pedanía de una ciudad a más de cincuenta kilómetros de la capital. Les mostré en el mapa dónde llegaríamos y dónde estaba la chica. Su preocupación se tornó angustia, así que cogí la libreta y describí la ruta que debían seguir y algunos números de teléfono, entre ellos el mío. Aun sin convencerme del todo que supieran coger el transporte correcto, al llegar a mi estación de destino decidí no bajar de ese tren y guiarles por Murcia hasta encontrar el mejor modo en que ellos pudiesen llegar hasta la chica. Si él tenía una deuda conmigo, la mía con respecto a ellos no era mucho menor. Había recibido todo un postgrado de humildad, y es que uno espera una especie de revelación que lo explique todo, un momento de claridad absoluta en un ramalazo de misticismo onanista que nos traiga ese “algo” que al parecer vive en los sueños y en el subconsciente y que ocupa un tiempo tan importante como innecesario en nuestra vida. Y mientras se malgasta energía en hurgar en el dolor, todo aquello que debería importar se escapa por el rabillo del ojo. No se presta atención, incluso se rechaza, aun teniéndolo a menos de un metro de las narices.

Ya en Murcia decidieron coger un taxi. Negocié con el conductor la cuantía de la aventura y le entregué el cuaderno de bitácora que describimos en ese tren. Nos despedimos con un fundido abrazo y nos deseamos suerte en el encuentro con la esposa, en el encuentro con la identidad y en el reconocimiento de ese Estado. Viendo cómo los destellos rojos del taxi reflejaban en el asfalto mojado introduje las manos en los bolsillos de mi chaqueta de la que saqué un papel expoliado de mi propia libreta. En el papel, escrito en mayúsculas bastante separadas y con trazo zigzagueante, un nombre delante de una arroba y un último mensaje:



“T HiS IS MY PReSeNT FOR YOU, my FRieND. Ola KaLA”




martes, 23 de diciembre de 2008

El deseo




Desde hace algún tiempo, quizá más del que yo creía, pienso en él. El olvido me ha costado muchas noches, muchas fiestas, muchos extraños empezando por mi mismo, pero sólo una tarde y una copa de vino para aceptar lo innato de ese pensamiento, y la insistencia imperecedera con la que pervive.


Pienso en él y en mi, en nosotros, en nuestro pasado, en nuestro inicio, en nuestro engaño y en nuestro futuro ya imposible. Y todavía señalo días en rojo sobre la línea temporal que lleva su nombre, aun sin existir ese nombre, catapultándome al futuro donde se vislumbran dos imágenes de mi. Pero él no aparece en ninguna de ellas.


En la primera me veo a mi mismo en calzoncillos, únicamente cubierto con una bata bajo la cual asoman unos calcetines de algodón grueso. El pelo revuelto y barba descuidada al igual que mi cuerpo, que nunca ha aparecido por el gimnasio al que se asoció meses antes. Acompañado por un gato escuálido que yace sobre una cama deshecha, yo, pasado de kilos y a buen seguro también de vueltas, escribo en la pared del estudio que tuve que arrendar por el embargo de mi perfecto ático en el centro, las notas de mi ópera prima que no acaba de llegar tras tres años de promesas, mientras me lamento por lo que pude llegar a haber sido y no soy.


En la otra me veo elegante, seguro, imponente y tremendamente atractivo, subiendo a un estrado para recoger algún reconocimiento, o dar algún discurso, y agradezco al hombre de mi vida haberme soportado durante tanto tiempo mientras mi mirada pasea entre el público asistente para buscarle, y me devuelve un gesto cómplice cuando le guiño el ojo. Pero ese chico no es él, y no sé si quisiera que lo fuera, y no sé si mejor que no lo sea. Ni sé si todo lo que he hecho y hago hasta el momento también o tampoco tiene que ver con él. Cuando está, cuando no está... cuando no estuvo.


Ahora estoy seguro que ese chico utópico nunca fue él. Pero, ¿por qué?. Es una gran pregunta, seguro, pero hasta ahora siempre me había dado a mí mismo una respuesta errónea que se limitaba a culpar al deseo, porque el deseo es el único al que se le puede acusar de que queramos siempre más, de lo que sea pero siempre más -ojos intensos, quizá claros, cuerpo fibrado, con imperfecciones perfectas, y el culo más prieto, madurez, protección, comprensión, la obediencia precisa, la perfecta pieza que falta para completar la foto-. Hace ya mucho tiempo que caímos a la Tierra, como diría el evangelista.
No digo que mi razonamiento no sea del todo correcto, pero la mentira se presenta siempre con su caramelo, tentadora y necesaria como ella sola. Es mi fé, mi opio y lo único que creo de mi mismo. Así que quizá, en lo que a ese chico sublimizado se refiere, no esperaba a nadie más que a mi mismo disfrazado con otra piel, con esa piel que deseaba, que me obsesionaba e incluso a la que amaba. Posiblemente fuera eso, que sólo buscara a mi mismo en rostro ajeno. Que buscara mi yo en un tu de ensueño. Así es hoy, y así será siempre. En el fondo es lo que todos queremos, ¿no es cierto?. Lo que sucede es que no nos encontramos por ninguna parte, ¿verdad?.
Al menos yo no.
Por eso hay que probar, y seguir intentándolo, y esperar que doblen las campanas por los otros.

viernes, 19 de diciembre de 2008

El sueño de la razón produce monstruos



La luz de la habitación está encendida y en mi mano el teléfono empieza a sonar. Observo que todavía llevo puesta la ropa de ayer. Son las 8:49 de la mañana y todavía ni he abierto la cama. Entono en voz alta un ¿si?, ¡dime!, pero mis cuerdas vocales no responden, así que dejo que siga sonando mientras reviso qué mentira no he utilizado todavía como argumento para cuando tenga que devolver la llamada.
Mientras tanto ya he acomodado mi cabeza sobre una almohada que no huele a mi. No sé a qué hora llegamos, ni a qué hora se fue. Ni si se fue o le eché. Debería levantarme, quitarme esta ropa impregnada en humo y su perfume, lavarme los dientes y quitarme este aliento a wisky. Es curioso, ni él ni yo bebimos wisky anoche. Quiero ducharme, o mejor, llenar la bañera de agua hirviendo, y sentir dolor cuando sumerja mi polla en ella, y como si de una infusión se tratase, se disuelvan allí mis alas magulladas y me llenen de su ceniza para luego ver cómo una parte de mi se va por el desagüe.




Al salir de la bañera he creído por un momento que había remontado, que volvía a tener conciencia de la realidad, que la noche no tiene mas sentido que el que le corresponde. La luz del sol llena por completo el baño y dejo que el viento seque mi cuerpo desnudo, pero cuando me he visto reflejado en el espejo he sufrido una regresión. He cogido la toalla y me he secado rápidamente. Con ella atada a la cintura, ando hacia el lugar donde él tiró mi paquete de tabaco. Vuelvo a la cama con un cigarro sujetado por mis labios mientras mis pies húmedos dejan una huella sobre el parqué. El teléfono vuelve a sonar. He contestado la llamada sólo por intentar ayudarme un poco a mi mismo, aunque me jode haber tenido que romper el silencio con palabras de falsa amabilidad hacia una persona que es solo un usuario del producto en que me he convertido. Cuando he colgado, he encendido el cigarrillo que seguía pegado a mi labio inferior después de hacer el cálculo de las horas que quedaban para salir a tomar una copa. Entonces he pensado en llamar para anular la cita que tenía esta mañana para firmar unos documentos, así mi apatía podrá descansar sin remordimientos. Pero en seguida he notado cómo el sueño me envolvía delicadamente la boca con un pañuelo bordado en diazepán.

De repente me veo dentro de un autobús, circulando por las calles de Tokio, contemplando por la ventanilla izquierda un extraño palacio iluminado bajo un cielo donde ni es de día ni es de noche, y diciéndole al conductor que no nos podemos entretener, porque tenemos que llegar a Shibuya. Entonces es cuando despierto y me encuentro en el suelo de un comedor. A mi lado cuatro gatitos. Frente a mi un sofá con gente que conozco pero no reconozco. Una hermosa pantera viene a jugar con esos gatos, y yo la espanto. Es cuando toma consciencia de que yo estoy allí. Yo y mi mano, que devora quietamente mientras intento persuadir al resto de los habitantes del salón, tranquilo y sin sentir dolor, de que ya no tengo dedo índice. Al tiempo aparece otra pantera idéntica que hace lo propio con mi meñique derecho. Abro los ojos y mi corazón, presionado contra la sábana, me palpita a 150 pp/m. Mis pesadillas todavía me siguen fascinando. Quisiera ponerle nombre a esas panteras, y lo mejor es que creo saber cómo se llaman. No, hay algo más. Conozco tan bien mis miedos que ya han empezado a presentarse en forma de alucinaciones, espectros, objetos, personajes abstractos que han salido de mis sueños e irrumpen cada cosa que hago cuando estoy despierto, o mejor dicho, cuando tengo los ojos abiertos. Necesito un gesto que nunca llega -simplemente porque no sé cuál es- que me saque de este estado vegetativo. O al menos eso creo. Ahora ya no estoy del todo seguro. Y ni siquiera entonces, soñando o despierto, he dejado de leer todas esas preguntas absurdas, impresas en el interior de mis párpados que juegan con puntos de luz que se mueven como insectos sobre fruta podrida y que sirven de inicio a mi nueva pesadilla. Ya he dicho que hay algo más.

Vuelvo a abrir los ojos, la luz sigue encendida y el Sunday Morning de la Velvet vuelve a sonar, esta vez con más insistencia. Ya son las 11 de la mañana y todavía evalúo si merece la pena coger o no ese teléfono. Nunca había tenido tanta presión escuchando la voz de Lou Reed.

Hay mañanas en las que intento sin éxito desentrañar el misterio de la vida corriente, lo difícil de esa vida, extraer el significado oculto que la sostiene y justifica y cómo la gran mayoría de gente lo puede llevar sin más contrapartida que la meramente económica. Felices por poder pagar el alquiler, porque su compañero de curro ha tenido un niño, porque se tienen... Pero ¿yo podría? ¿Podría llevar esa vida común, de gente común, con empleo común y éxitos comunes? Tengo un trabajo de puta madre y no me gusta. Tengo mil relaciones que me preocupan. Tengo una flor en el culo y yo me empeño que de allí sólo puede salir mierda, para luego creerme que incluso huele bien. Tengo. Tengo. Tengo. Quizá sólo tenga inconformismo. Quizá sólo tenga insatisfacción crónica. Quizá sólo busque ser imprescindible sin saber por qué, para quién ni en qué. Sueño en días luminosos en los que al fin comprendo que debería marcarme objetivos, labrarme un camino propio, confiar en mí y en mis posibilidades, o mejor dicho, creerme las que tengo; empezar de cero y salir adelante con mi esfuerzo. Necesito disciplinarme. Pero todos esos días, si llegan, con ellos también llega su fin y me encuentro nuevamente conmigo mismo y con la sospecha de estar cometiendo un crimen. Objetivos, caminos, posibilidades, esfuerzo. Todo, por apenas diez minutos de felicidad al día. Toda una vida por esos diez minutos, pero lo cierto es que aún quedan demasiadas piezas por encajar, varias alfombras que levantar, papeles que vender, información que sacar, contactos que retomar, incluso venganzas que saldar. A estas alturas soy excesivamente predecible para mí mismo.

El teléfono sigue sonando. Me incorporo, enciendo la tele y descubro que ha habido un atentado. Por fin cojo el teléfono sin mirar quién me llama… olvidaba que hoy tenía comida de trabajo. Ya sin tiempo abro el ordenador, miro el correo y me sorprendo y me maldigo al comprobar que un ayuntamiento nos ha metido una suspensión cautelar. Ni me inmuto. Me miro al espejo y veo un homicida frío y orgulloso. Cruzada esa puerta es cuando debo empezar a actuar.

El olvido nunca me ha funcionado, y no puedo producirlo masque mediante la escritura, pero yo no escribo. O mediante la música, pero no soy músico.
En esta habitación, vestido y apunto de encender el segundo cigarrillo del día, parezco un tipo elocuente, pero lo cierto es que sólo lo soy entre estas cuatro paredes. Ahí fuera estoy perdido.

viernes, 5 de diciembre de 2008

La distancia



Las nueve y media de la noche. Otra vez llegaré tarde a casa. En todo caso la reunión no ha ido del todo mal, las he tenido más pesadas. No sé si será porque ya hacía un mes que no me reunía con ellos. Quizá por eso he sentido que esta vez aportaba más, tenía más a decir y decidir, y me encontraba bastante seguro de mis posiciones. Seguía atentamente el orden del día, cuando en otras reuniones pasadas divagaba por mi propio orden intentando comprender lo incomprensible. Nos despedimos, como siempre, en la puerta, mencionando a las familias, fumando un cigarro del mismo paquete y recordando de memoria la agenda del futuro reciente.



Voy a coger el coche. Por dos minutos me hacen pagar toda una hora... ¡putos cabrones...! Con la de veces que lo dejo allí... Mis quejas no sirven de nada. Esa hora de más ya veo en qué la aprovechan: el hombre que me sella el ticket apesta a vino almacenado durante años en los toneles de la tasca de la esquina. Subo al coche, me enciendo un cigarro. Debería llamar por teléfono. Mejor espero, no creo que sea bueno conducir, fumar y hablar por teléfono al mismo tiempo, ya me cartea lo suficiente la DGT. ¿Cuándo coño me volverán a poner la radio, y el bluetooth? Hecho de menos mi música en el coche. Puto taller.



Cigarro consumido. Primera llamada .....…, .....…., comunica. Voy a llamar a mi madre. Se pondrá contenta, incluso sorprendida, por que la llame yo y no ella, como es lo habitual. Llevo dos días sin darle mis partes absurdos y seguro que merezco escarmiento por ello. Sobre todo después de prometer colgar en mi pared un reloj que me informe de su franja horaria, como los tienen en los informativos o en la bolsa. Vincent: 21:43; Madre: 48 horas desde la última llamada.
Coge el teléfono. No la oigo. En Toledo no hay demasiada cobertura. La mía desaparece al paso por el aeropuerto mientras grito desesperado que la llamaré en cuanto llegue a casa. Fin de la zona de inhibidores de frecuencia. Pulso rellamada y muevo el cursor hasta cubrir el primer número de la noche ..., ..., ..., ..., no me lo coge. Lo aguanto entre las dos piernas mientras busco otro cigarro en el asiento del copiloto. Mi entrepierna vibra y el teléfono me muestra: Francisco. Conversación típica y a la vez interesante que bien podría formar parte de un tratado sobre el pop independiente. En unos días es su cumpleaños, pero yo no sé el día exacto.

- Dime si es el 29
- No, jejeje.
- Bueno, un día menos para el cálculo de probabilidad.

Si no me acabo enterando da igual, se celebrará el domingo de todas formas. A ver qué le compro a éste que no tenga. Quizá le sorprenda con algo no relacionado con la música, pero ¿el qué?. No quiero pensar en dinero y en gastos. Hoy no.

Al reflotar de mi mar de pensamientos me doy cuenta que estoy entrando en mi calle. A veces tengo la sensación de ser un autómata al volante, muchas veces no recuerdo el camino que cogí para llegar allá adonde me disponga llegar. Entrando a casa me asalta otra duda: ¿qué tengo para cenar? Creo que abriré las hamburguesas que compré, aunque no tengo demasiada hambre.
Descargo mis cosas, entro al baño. Mejor antes de cenar probaré en volver a llamar a mi madre, ..., ..., comunica. Quizá mi padre ya haya llegado a casa, son las diez y diez. Voy a llamarle, ..., ..., ¡oh no!, ¡¡ruido de coche al fondo! Las conversaciones con mi padre son monólogos mortales, sobre todo cuando está de viaje. Justo le saludo cuando mi madre me llama al otro teléfono. Tengo que decirle que luego la llamo. Empiezo a hablar con mi padre, ambos interesados por diversas cosas. Una conversación fluída. Pero no, no me saques el tema del trabajo..... Me siento, esto se prevee largo. Las hamburguesas empiezan a deshincharse bajo el film transparente. Enciendo la tele sin voz y pulso sin orden ni interés los números del mando a distancia. Me doy cuenta que la conversación puede mantenerse perfectamente con simples sonidos nasales. Joder, nunca llego a tiempo de ver las noticias. Debería llamar al abogado para comentarle un par de cosas antes de volver a llamar a mi madre. Las once y diez. Mi padre sigue al otro lado de la línea de teléfono y conduciendo. Parece que vuelve de un lugar lejano porque intenta alargar la conversación sobre temas ya revisados. Quizá solo busque distracción pero mi oreja es un hervidero. Necesito cortarle como sea. Encima no he cenado todavía. Creo que voy a tener que prescindir de película esta noche.
Por fin nos despedimos. Demasiado tarde para llamar al abogado. Llamo a mi madre.

-¿Qué pasaba?-entona extrañada
- Pues tu marido, así que quiero una conversación rapidita y escueta, que todavía ni me he podido sentar a cenar. -

Mi made asiente. Besos y hasta mañana.

Ceno. Suena el teléfono.... privado. Hoy no hay peli.

martes, 2 de diciembre de 2008

Inicio...



Anoche, en el umbral del cierre de un ciclo y el difícil inicio de otro, quise escuchar el silencio. Más por necesidad que por convicción. Por fin pude darle la vuelta a la tortilla. Pude ver lo malo de mi, lo que debería dejar atrás, en vez de marearme por cómo se comporten o piensen los demás.
Encontré unas páginas que escribí a mano cuando debería tener ocho años. Acabé cuestionándome sobre lo que configuran las personalidades, y si son cambiantes o permanecen, desde la hora de nacer, de base a las experiencias. Lo cierto es que en esos textos me pude reconocer en la actualidad, así que o bien sigo teniendo la mentalidad de un niño de ocho años, o bien directamente no he tenido infancia.
Llevado por el descubrimiento, quise sentarme y oírme, y ver en qué me he equivocado, qué es lo que he creído siendo erróneo, y en cuánto he forzado situaciones llevado por impulsos desmesurados. Intentar expurgar estas cosas que quisiera no cruzaran conmigo esta media noche. No sé si lo conseguiré. Son parte de mí. Siempre lo fueron.



Por los textos veo que en casi todos los momentos de mi vida he experimentado la sensación de sentirme solo o abandonado. No recuerdo haber tenido ni apego ni celos de nada ni nadie. Ni de mis padres, ni cuando nació mi hermano, y tampoco he reparado en la atención o desatención que recibía. Aun así siempre he tenido mucho, y nunca lo he sabido agradecer… al menos exteriorizarlo hacia ellos. Y también les he exigido mucho, con lo que denota la palabra “exigencia” sin que hayan recibido un “te quiero” o “gracias” por las demandas que yo consideraba lógicas (nunca demandas materiales, de hecho odiaba que me compraran cosas porque siempre lo he tomado como que me compraran a mi, y entonces todavía les ofrecía menos). El carácter diferencial de los dos, y también mi descarada y discriminada elección por uno u otro según sople el viento ha hecho que desde pequeño me presente ante ellos como un chico de un egocentrismo frenético, con una desigualdad de carácter demasiado pronunciada, difícil de manejar y de difícil convivencia por lo insólito e inesperado de mi forma de ser. Aun así, ante terceros, era el hijo perfecto. Y ellos realmente lo creían así. Incluso en el colegio o el instituto. Nunca he sido un buen alumno. Nunca, pero todos se acuerdan de mi como si hubiera sido el mejor alumno que hubiera pasado por allí. La mayoría de clases no me interesaban. No he atendido, no he tomado apuntes, siempre he estado pensado en yo qué cosas sé ahora. Nunca he sido disciplinado, no he sabido llevar un orden, siempre me he saltado las reglas, y siempre me he aprovechado de esa percepción de alumno perfecto. En resumen: he sido un estafador. Si hubo una mala nota tuvo que ser error del profesor, tuvo que ser que algo yo no entendí. No. Realmente no me interesaba aprobar. No me ha interesado estudiar. Y así me he sacado carrera y master. No me ha interesado llegar a la excelencia. Paso del interés a la desilusión con la rapidez con que se inspira y expira. Se cuentan a decenas las veces en que me desilusiono repentinamente por algo, de hecho siempre que siento que dejo de sentirme protagonista, si hay elementos que hacen que no controle del todo la situación, como cuando dejé de estudiar música, tiendo al abandono, a la dejadez y la suficiencia. Solo me ha interesado lo que me pasaba por la cabeza, y darle más importancia a mis ideas que a lo que me pudieran enseñar. No me ha gustado que me adoctrinaran. Siempre ha tenido que ser de forma autodidacta, autosuficiente. Y también, lo acepto, el resultado siempre ha tenido que ir acompañado de la aprobación de la persona que yo considerara competente para tal efecto. No he querido evaluaciones tipificadas, pero sí he necesitado de la aprobación y evaluación propia que diera consistencia a mi estúpida logia, que la elevara a casi ciencia. Lo que enlaza a que nunca he sabido estar solo, aunque siempre esté construyendo un imperio de eso. Y aun así siempre me he permitido el lujo de elegir a quien deba estar a mi lado en esos momentos que lo he necesitado. Soy elitista, y no un elitismo basado en la aristocracia, clase social o poder económico. He creído en la masa, una masa de opiniones, de actitudes, de acciones. No me ha caído nunca bien todo el mundo, y he sabido hacerlo notar. Quizá por eso, por esta elección, he querido mucho más a mis amigos que a mi familia, que siempre la he considerado impuesta.

Pero ya empiezo a aprender de los demás. Diría que incluso a abrirme, como siempre me aconsejan, y saber qué es lo que tengo que dejar atrás.