martes, 24 de marzo de 2009

Capítulo X

Scarlett. La misteriosa Scarlett. La farsante e inflexible Scarlett. La corta e intensa convivencia con ella se ha convertido en aire. Apenas unos meses, ese será todo el tiempo que tengamos nunca juntos. Ni un segundo más, ni ahora ni nunca. Ahora ni siquiera me queda el recuerdo de ese tiempo porque la incoherencia de los últimos días me lo eclipsa, porque los momentos felices –deseados, fingidos o no- se han convertido en aire, y el aire es nada. Todo lo que hemos compartido se ha desvanecido, y lo peor es que echo la vista atrás y no me veo en ese tiempo. Me imagino interaccionando con ella –conociéndonos, paseando por la ciudad, huyendo de la lluvia en un café, escribiendo cartas y comentando las noticias, leyendo en voz alta, cocinando, follando, riendo, descubriéndonos, mojándonos- pero no me creo, o mejor, no quiero creerme. En serio que pienso que ese era un actor, un alter ego mío intentando llevar una relación normal, contento por unos cómodos zapatos viejos que me eran extraños. Pero esos zapatos no eran los únicos extraños, porque todo lo vivido –conocernos, pasear por la ciudad, huir de la lluvia en un café, escribir cartas y comentar las noticias, leer en voz alta, cocinar, follar, reír, descubrir- tampoco vive en mi. El caso es que no me cansé, no antes que ella. Me dejé llevar y he pagado su precio, aunque no me siento en absoluto culpable. Desde luego que no. Hice de nuestra relación un seguro de vida, un lugar de unión y una demostración de poder. Nuestra vida en común parecía exenta de toda dificultad: atractivos, de buena familia aunque algo desestructurada, supongo que de ahí el punto canalla y autodestructivo respectivamente. Cultos, sofisticados y excéntricos, cosmopolitas y aventureros, divertidos –al menos entre nosotros-, encantados en un principio de habernos conocido –el uno a la otra, y cada cual a sí mismo-, en el lugar idóneo y a la hora señalada, afortunados por haber despertado juntos la primera noche, porque de no haber sido así no habría habido ninguna otra noche, ni ningún otro día. El mundo debería haber sido nuestro por ley natural.




La vi por primera vez en una galería de arte, o mejor dicho, de camino a la galería. Cruzamos nuestras miradas ese mismo día en una calle del Raval barcelonés. Apenas unos minutos antes estaba en mi apartamento dejándome secuestrar por uno de mis amigos, y fue, disfrutando del placer de la barra libre, cuando entró en la exposición, poco tiempo antes de iniciar un estúpido e infantil baile de miradas y acercamientos físicos. Era mi distracción esa noche, la licencia para jugar a huir de lo duro de mi mundo absurdo y enmascararme de una seguridad que ocultara mis nulas dotes para enfrentarme a él, a mi mundo, con cierta solvencia. La casualidad hizo que tiempo después siguiéramos ese ingenuo baile en la primera fila de un concierto de poca afluencia. Ahora, con la perspectiva que me otorga la cota donde me sitúa el tiempo, veo la metáfora del inicio. Buscándonos entre el humo de la sala, bajo una lluvia de globos amarillos convertida en guerra de materias que nos golpeaban más abajo de nuestras cinturas. Ráfagas de aire ovalado y amarillo pasando por encima de nuestras cabezas y nosotros, cada cual en su bando, tomando rehenes que actuaran como cómplices del asedio hasta acabar luchando solos, desnudos, en la que sería nuestra war room. Fui descubriendo sus armas, y desmontando su estrategia poco a poco, porque en realidad toda esta batalla preadolescente estaba basada en una miopía galopante. Todo mi caparazón de seguridad y entereza, de felicidad y comodidad, de madurez y sofisticación, iba siendo abrasado por el ácido que ella utilizaba para limpiar sus ojos. Ojos entonces claros, graduados, limpios de aire y de humo, en fin, de todo aquello en lo que se convirtió nuestra relación, en lo que nos convertimos nosotros. No hemos sido más que unos ciegos que ideaban su imperio con ladrillo ovalado y amarillo, imposible de cimentar, sin base sobre la que construir nada que no fuera totalmente efímero. Pero era normal, sí, no podía engañarme, no podía engañarla, menos aun cuando volví a divisar una utopía que me hizo recuperar el recuerdo del hogar soñado, y tomar la convicción de que todo es posible, y al mismo tiempo saber que nada es real.

El día en que se marchó Scarlett fue el día en que me conciencié del hecho de que siempre he estado solo. Estaba enfermo, muy enfermo. Ella salió de mi apartamento a las ocho de la mañana mientras yo reposaba en nuestro Titanic particular. Cuando me incorporé entendí por qué había salido una hora más tarde de lo normal. Los cajones estaban abiertos, mi ropa revuelta y no había resto de sus maletas. Recordé algo de la noche anterior, cuando en mi convalecencia y consumido por las drogas legales, identifiqué palabras como “distanciamiento”, “infelicidad”, “límite” y “no voy a quedarme esta noche”. Estoy seguro de esta última frase porque creo que yo no paraba de repetirle que necesitaba una ducha, una cena caliente, dormir y que ella estuviera a mi lado. Comprobé que pude persuadirla de esta plegaria y recordé, al encontrarme con la misma ropa que el día anterior y por los quejidos que emergían desde mi estómago, que no hubo ni ducha ni cena: sólo cama, sólo sueño y un último viaje juntos en el Titanic. Hasta me parece gracioso el pseudónimo que le puso sabiendo el destino final de ambas maquinarias: su hundimiento.
Transité por la casa hasta acabar de montar el rompecabezas de todo esto. El baño estaba intacto, y sus cosas de aseo en el sitio de siempre. Tampoco había cogido la ropa limpia del tendedero, ni la sucia del cesto. Intenté dormir un poco más y, sí, por qué no decirlo, intenté llorar(me), pero ambas cosas fueron imposibles. Llené una maleta con la ropa y enseres que le quedaban, perfectamente doblados, ordenados y clasificados por colores, tamaño e importancia. Dispuse la maleta en el recibidor y esperé su regreso hasta dos horas después de su salida del trabajo, momento en que recibí un mensaje al teléfono donde leía “Hoy no. Un beso”. Sólo entonces decidí salir de casa y afrontar una calle que hacía tres días que no pisaba. A partir de ese momento creo que fue cuando el personaje que escribí en esas páginas sobre la gran tragedia del hombre contemporáneo apareció convertido en mi mismo, es decir, yo me creí mi propio personaje hasta el punto en que yo no era yo, sino él, pasando a formar parte de la fértil y recurrente épica del fracaso y la imposibilidad de vivir en pareja con sólo veintiocho años.

Me duché, me afeité y me vestí con el nuevo traje de sastre a medida recién sacado del taller . Como un emperador que busca la cohorte, cené en el restaurante vasco de la esquina y entonces empezó la función. Sin reparar en gastos ni medida obligué al personal a realizar un despliegue de atenciones sin precedentes. Elegí el marisco del acuario, obligué a que me dieran a degustar algunos platos de la carta en pequeñas raciones, pedí Beluga sólo por curiosidad y derroche, sin haberlo degustado en la vida y con el convencimiento de que no me gustaría. Descorché botellas de champagne francés y las compartí con mis vecinos comensales, pedí toda la carta de postres y ordené que los amontonaran sobre un carrito de catering que debían situar a mi lado izquierdo… todo corriendo, sin freno, como mi lengua, y los cigarrillos que empezaba y no acababa, y los resoplidos de humo, y los devaneos y sudores que brotaban de mi frente todavía por la fiebre, y las llamadas al personal, y ciertas actitudes altivas hacia el resto de comensales, haciendo gala en todo momento de mi exceso de educación y misantropía. Aproximadamente a las tres de la madrugada volví a mi apartamento. Arrastré la maleta con sus pertenencias hasta el cuarto de baño, la abrí, me desnudé y probé sus maquillajes y la totalidad de sus prendas, utilicé sus cremas y perfumes para masturbarme más tarde con la inestimable ayuda de su ropa interior, uno de sus pantalones tapándome hasta las rodillas y una de sus camisetas anudada a mi cuello. Viendo porno por internet con las ventanas abiertas con más miedo que vergüenza. Viendo una y otra vez su mensaje del "hoy no”. Leyendo y releyendo los textos que apuntó en mi libreta donde me juraba que cualquier cosa que yo hiciera le volvía loca. Maldiciendo las innumerables notas de mantenimiento personal que me colgaba en la nevera, dentro de mis libros o delante del televisor, donde me apuntaba el estilo de vida que debería llevar, las palabras en inglés que debía conocer, los minutos de televisión que me permitía ver y la rutina que deseaba tener conmigo. Demasiada disciplina para mí. No, no hubiera durado demasiado. Como siempre ha sucedido, me habría agotado al poco tiempo, pero el caso es que no fue así. Fue ella quien se cansó de mí, de mi falta de atención, de mi incomprensible ausencia de detalles, incluso de mi arrogancia. De la aleatoriedad de mis decisiones y la poca organización de mis días, de mi agresividad y de mi impredecibilidad. Cualquiera que la hubiera oído entonces no hubiera dado crédito a lo que predicaba sobre mí, pero quizá sí, quizá yo sea así para con quien quiera acercarse a mi vida. Ahora sólo me queda el sin sentido de todo, la búsqueda de una lógica que me ofrezca una explicación razonada de lo que pasó, pero sé que dicha lógica no reside en mi. Me queda eso y el volver a afirmar que todo lo importante en mi vida se me escapa por el rabillo del ojo, y estoy cansado, cansado de ser el culpable, cansado de ser la víctima, cansado de mi mente y mi pensamiento, cansado de mi imagen, cansado de mis actos y mi pasividad; aunque sé que el cansancio está siempre a un paso de la victoria en este perro mundo, sí, sobre todo ahora que cuando más hastiado me encuentro se me presentan oportunidades que no puedo rechazar, pero lo cierto es que tampoco existe razón alguna que pueda justificarlo.




Hace apenas unas horas la he vuelto a ver. Le he entregado la maleta y ni he mostrado interés cuando me ha confesado que no quería construir un futuro conmigo aun sin tener nada en mi contra. Deseaba tener una relación normal, al menos para salvar lo felices que fuimos en un tiempo. Todo un detalle por su parte. Ahora, enredado con el repaso a cada desgracia sucedida en mi corta y trágica vida sentimental, y tras mi rotundo adiós, me queda el sentimiento de pérdida de alguien que formó parte de mi vida de una forma tan íntima y marcial, con la certeza de que ya ninguno de nuestros caminos se cruzarán jamás. Es duro sentir que alguien ha muerto para ti, pero creo que eso es lo único que he hecho durante estos últimos cinco años: matar y resucitar a gente, cómodamente sentado en el colchón de mi autocomplacencia… y seguramente, al imaginarme ella en ese colchón, fue lo que forzó su alejamiento y su marcha final, no mi supuesta reticencia a cumplir sus puntos sobre el mantenimiento y el estado de nuestra relación. Eso y el no saber matar a alguien más, o mejor dicho, mantenerle vivo.