sábado, 24 de octubre de 2009

Capítulo XIII (ii)



No siempre he sido como hoy: un cobarde presuntuoso sin pizca de humildad, un bastardo paranoico y huidizo sin excusa, mentiroso y superficial, un débil e indefenso alacrán dispuesto a clavar el aguijón, ya sea a un ajeno o a sí mismo. Juro que hubo un tiempo en el que yo era una promesa, el proyecto de algo maravilloso dispuesto a deslumbrar al mundo. Pero ya no, ya no. No sé ni cómo ni cuándo me resultó más sencillo mentir que decir la verdad, engañar a los demás en la primera percepción sobre mí para luego descubrir lo que queda, lo que es de mí. No sé cuándo pasé a ser un amante incompetente a una pareja cariñosa y detallista, o al menos cuando lo fui que tuviera el valor y el coraje de hacerlo con quien debiera y reservarme con quien no tuvo que serlo. No sé cómo me sentía tan frágil para dejarme embaucar de esa forma, ceder y aceptar peticiones para luego convertirme en un mocoso resentido y deslenguado en vez de un hombre discreto y comprometido con los suyos y consigo mismo, un dechado de mediocridad y lamentos, de viajes en espiral hacia sus propias miserias, de grises y negatividad autoalimentada en vez de alguien realmente extraordinario. Yo sólo sé que la vida es demasiado corta para ser todas esas cosas que he sido y que soy, alterna o simultáneamente. Lo supe siempre, o lo uno o lo otro, y tengo un certificado profesional que demuestra que lo supe desde el primer momento. Me conozco y saben que me conozco, y esa es la razón por la que lo que fui y en lo que me he convertido resulta indescifrable e inexplicable para el resto. Pero supongo que me olvidé de mí, o me dediqué demasiado a mí, como a casi todo lo demás en lo que no merecía la pena malgastar energías. Y ahora parece ser que da igual cómo llegar a la recuperación, ¿no?

La vida nos lega deseos y nos regala muchas o pocas cosas, y nos despierta sueños estúpidos o decentes, y nos procura necesidades que habremos de satisfacer de la mejor forma posible. La vida nos da y nos lega y nos despierta y nos regala y nos procura todo aquello que conocemos (alguien, o nadie, o muchos a quienes amar u odiar, drogas, placer o repulsión, destinos a los que huir para justificar nuestra fuga constante de aquí, de allí, de ningún sitio, y arrepentirnos de la misma vida hasta el final de la vida…) hasta que decide quitárnoslo de la misma forma y por la misma extraña razón por la que nos lo entregó, y esto es ninguna. Lo demás no es más que capricho y propaganda, deseo y habitud, afán de superación y fracaso. Por eso está tan dispuesta a darnos todo lo que deseemos, cualquier cosa que podamos llegar a imaginar. No importa ni quién ni cuál ni qué ni cómo ni cuándo ni dónde ni por qué, ésta solamente ha de producir el caos y el desorden necesarios para poder consolarnos hasta el paroxismo diciendo que ya es suficiente de estar vivos y nada hay más inevitable que eso, porque la muerte es lo único real que nos ofrece. Así que al parecer todo debe de dar igual. No tenemos más que volcarnos, envueltos en una fe ciega sobre nuestro capricho; no tenemos más que confraternizar con el sinsentido que nos hace sentirnos a gusto con el traje que nos ha tocado. Que nadie se engañe, es algo extremadamente sencillo. Nadie debería equivocarse. Basta con asumir de una vez por todas el convencimiento absoluto de que, en verdad –y sobre todo, al final-, todo da igual. ¿Y qué voy a hacer yo?

Ah sí, sellar el pasaporte.



Con el agua cayéndome en cascada por mis sienes, martilleadas por los bits que resuenan en la sala, salgo al encuentro de mi amigo Víctor. Tratando de tomar las riendas de mi propio cuerpo que me enfunda en una habitación de gravedad cero floto hacia sus brazos que me recogen cual cápsula de salvamento del Discovery. Me presenta al resto de los integrantes del club de los esteroides mientras coge una de mis manos. Uno de ellos se aproxima hacia mí y, levantando la poca tela que cubre su pecho, la eleva hacia mi cara para secarme, no sé ya si con la camiseta o con su aliento. Con toda delicadeza me vacía las pequeñas piscinitas de las ojeras, mi punto débil. Después me arregla el pelo y de repente sufro un extraño y violentísimo ataque de repulsión, incluso homofobia. Pero, ¿qué estoy diciendo? Estoy tan turbado por su actitud y tan azorado por la mía que no sé por qué me siento tan violento. He aparecido aquí para dejarme querer, para entregarme sin reparos al sin sentido de la noche, así pues atrapo una de sus manos y suelto la otra de la prisión de Víctor y la dejo caer hasta quedar colgada del bolsillo de mi pantalón.
- Tienes los ojos muy rojos, -me indica-.
- Ya lo sé, me pasa siempre… los tengo muy… sensibles.
El chico saca de su bolsa unas gafas redondas y fluorescentes, rotas por el puente de las lentes. –Ponte las gafas cariño –y me las pone. - Así mejor, ¿no? Yo sonrío, porque no consigo hacer otra cosa. Necesito algo así como un rebajante neuronal.

Alguien me toca el hombro. Cuando levanto la vista veo a un tipo enfundado en una ancha camiseta de tirantes gris que deja al descubierto sus pezones. Me ofrece un beso y sus manos, que terminan en unos brazos esculpidos y delgados, fibrosos y aterciopelados. Yo le tomo su antebrazo pero le suelto porque también le agarran las llaves de mi coche y le digo que lo siento.
- ¿Siempre vas tan directo Vincent?
- ¿Te lo tomas como una proposición? –digo sin soltarle el brazo.
- ¿Debería? –me gustaría
- ¿Qué has dicho? –pregunto creyendo haber oído perfectamente lo que murmullaba tras esos perfectos dientes blancos.
- Nada. Acompáñame al lavabo.
Este chico es Mario, y su acompañante sólo la credencial de éxito que cosecha entre las cucarachas que desee. La primera visión que tuve de él fue una madrugada de hacía aproximadamente un año, entrando en una casa ajena más por comodidad que por deseo. Él yacía en el sofá frente a la cama, únicamente vestido con sus anchos calzoncillos blancos. Los haces de luces de la calle paseaban sobre su cuerpo y resaltaban el vello que emergía por encima de la línea que formaba el slip en su abdomen. Su brazo, doblado y tenso sobre el que dejaba reposar su rizada cabeza ligeramente ladeada, dibujaba una elipsis perfecta cual San Sebastián indefenso y poderosamente sexual. Esa imagen podría haber sido irreverente y escandalosa en una revista erótica, fotografía tan prohibitiva como codiciada. Él era totalmente consciente del deseo generalizado que provocaba tan sólo con su presencia. Lo que yo no sabía hasta pocos días antes era lo reciproco de esa codicia, pero nunca quise otorgarle a dicha información más importancia de la que merece la prensa rosa. Haciendo un acto de demostración de poder, no sé si hacia el resto o hacia sí mismo, se deshizo de su acompañante pidiéndole su número de teléfono y asegurándole que le llamaría, dejando claro una vez más, que él decide cómo, cuándo y dónde. Nadie podría negarse a concederle un conjunto de números aun cuando ese cese significara también la sublimación a un algo mucho más poderoso que la conciencia: el sexo. Y yo aceptaba, totalmente consciente, la rendición de mi conciencia.
 

La lengua de Mario se pasea sobre los labios de su acompañante a modo de despedida. Observo y callo un instante hasta que el acompañante desaparece engullido por la masa que nos rodea. Entonces, mirando a Mario, rompo a reír un diluvio de risa que le inunda también, y digo realmente excitado:
- La risa es un milagro.
- Claro que sí –responde. Me coge de la mano sin dejar de sonreírme-. Vamos al baño.
Levanto la mano en un intento de aviso prudencial a Víctor arrastrado por Mario violando cualquier norma de educación y comportamiento hasta colarnos en la sala hacedora de rayas. Una vez dentro atranca la puerta con su pié y me empuja con demasiado ímpetu hasta sentarme sobre el excusado y suelto una exclamación, mezcla de susto y complacencia, que casi me obliga a pedirle excusas. Sin embargo, cuando se da la vuelta para mirarme su cara me dice que no pasa nada.
- ¿Quieres una rayita? –me propone mientras hurga en sus bolsillos. Me agacho mirando el suelo y me levanto para mirar la tapa del retrete.
- Creo que voy a pasar. -Extrae algo parecido a una papelina.
- ¿Tienes la cartera? –Gruño y extraigo la tarjeta sin uso de la Consejería de Sanidad de mi región de origen y río levemente, pero no le doy más bola al asunto porque él ya la tiene en la punta de la lengua mientras dibuja un par de líneas blancas sobre la taza del váter y aparece un billete entubado a la altura de su clavícula.
- Eso no es muy higiénico –digo como Pepito Grillo.
Se mete los dos tiros en zigzag, en el nombre del padre y de la madre, y siento cómo el polvo se estrella contra sus pómulos ante la prominencia que alcanza su mandíbula y oigo astillarse el frágil cristal del hueso frontal. En esto que me apetece convertirme en un personaje de película policiaca norteamericana de bajo presupuesto y hundo el escudo de la tarjeta en el polvo y, afilada como una cima nevada me la llevo sin hacer escalas a la lengua y entonces Mario a mitad de camino me detiene gritando “estás loco”, lo que tiene su gracia si uno se pone serio, y eso es lo que hago inmediatamente porque la cocaína comienza a frenar en seco las alucinaciones. Mario se abalanza sobre mí e intenta quitarme la tarjeta, pero me zafo del ataque y, con una sola mano, le empujo contra una de las paredes del cubículo. La cosa se pone dura. Me incorporo y me pego a su espalda, mi mejilla contra su mejilla contra la pared.
- ¿No sabes quién soy? ¿Que si me giro puedo romperte lo primero que encuentre? Lo sabes, ¿no? -Me dice todo esto en un susurro amenazador pero creo que me divierte.
- Mario, ¿no? O algo así. Me gusta tu nombre, y sé que te gusto así que mejor no romper nada esta noche. -Mario arquea ligeramente la espalda y se aprieta contra mi polla, contra su culo. Paso la mano alrededor de la cintura y empiezo a desabrocharle el cinturón.
- ¿Así que crees que me gustas? -El cinturón cede y cuando se lo quito resuena como un látigo contra la pared.
- Mucho -Le abro la bragueta y mi mano moviéndose dentro de ella como un reptil consigue ceder los pantalones hasta que caen hasta las rodillas. Los dos montes de Venus que tiene como culo me sonríen y los hago rebotar contra mi pelvis.
- Me gusta cómo eres, me pareces interesante. Creo serás alguien importante. -Al oír esto me arrodillo y hundo mi nariz en sus montes y le devuelvo la sonrisa. Busco uno de mis bolígrafos mientras estiro aussieBUUUUMMM con violencia.
- ¿Así que seré importante? –le digo mientras ubico a Australia correctamente bajo el Trópico hasta que su trasero queda en bandeja cual gelatina a punto de ser devorada.
Cuando finalmente lo encuentro en el fondo de mi bolsillo ¿qué haces? empiezo ¿qué haces tío? a escribir sobre él ¿qué estás haciendo? total y absolutamente enloquecido mientras él no deja de decir ¿qué haces?, no sé si con la boca chica o con la grande, no sé si disgustado por todo esto y por mi exceso de confianza o sólo excitado por el absurdo, aunque tal y como estoy ahora de embrutecido, y más arrodillado en este lavabo, concentrado en el autógrafo y la dedicatoria, el resto es algo que me importa un bledo.
- Te estoy firmando el balón –digo riendo-. No te muevas tanto que me tuerzo.
- ¿Y quién te ha dicho que me gusta que me toquen el balón?, ¿o que quiera tener tu autógrafo en él? –me increpa amenazante.
No me hace demasiado caso y empieza a menearse en un intento de despegar mi bolígrafo de su nalga pero sus movimientos de pelvis y el arqueo de su cintura me dicen otra cosa así que me incorporo y le beso la boca con la mía abierta para que me meta su lengua chocando contra la mía y entre risas le digo,
- Así puedes guardar mi firma para cuando sea importante y demostrar que por una noche fuiste de mi propiedad. ¡Ni se te ocurra borrártelo!
- Mira que eres gilipollas –suelta.
Estoy a punto de decirle que me parte el corazón oírle pronunciar eso pero creo que ya es suficiente por ahora. Así que le presento mis credenciales y me abro el pantalón mientras subo con el pié la tapa del retrete. Saco mi miembro algo duro pero mi intoxicación hace que empiece a mear sobre mis zapatillas. Mario se agacha y me lo coge dirigiéndolo hacia una coordinada más acertada para la evacuación y con la absurda coquetería de una soprano sin caderas empieza a deslizar suavemente sus dedos cogidos a la piel de mi rabo con unas ganas locas de comérselo, – Me comería tu rabo ahora mismo –pero como he dicho que ya es suficiente resoplo un par de veces, me abrocho los botones y salgo del baño obligando a Mario a salir conmigo.




Nos arreglamos un poco ante el espejo y compruebo que todo está en su sitio. Me preparo para salir aunque pensándolo bien no sé si prefiero fingir una indisposición y atravesar como una flecha la sala paralelo a la pared, bordeando la inspección general porque, si lo pienso, no me apetece ser diseccionado ni juzgado por Víctor en cuanto me vea aparecer con Mario, y menos ahora que no estoy en el mejor momento del día ni de la noche ni de mi vida, ahora que soy una indisposición andante y un gráfico catálogo de las Quechua. Necesito irme a casa, solo o acompañado, porque no puedo más de alucinaciones, y dormir larga, largamente acoplado a alguien o a mi almohada deformada por utilizarla como sustitutiva del afecto y descansar, si fuera posible, sobre todo descansar, y si no pues entonces a beber algo más y a seguir descodificando sensaciones táctiles encriptadas en las formas carnales de quien sea, quizá las de Mario, y al amanecer volver a preguntarme sobre el color y la forma del terror, de la desprotección, de la pérdida, de la soledad, de la incomprensión, de los números de la cuenta corriente y de cuánto ocupa lo debido y lo entregado, y por cuánto tiempo. Y mirar el reloj a cada segundo y pensar que debo levantarme porque el tiempo es importante, porque es determinante saber cuánto le has dejado correr delante de ti sin darle importancia más que cuando se ha alejado tanto que ya no puedes verlo, y son veintiocho, y lamentar si marcha sin                                las luces se encienden. Víctor y su eterno mal de amores vienen a mi encuentro siguiendo el plan de desalojo. Observo los despojos de la noche en su última oportunidad de redención a la vez que ellos observan a Mario quien no me pierde de vista. En la calle el baile de miradas es todavía más mezquino pero me sorprendo por las avanzadas técnicas de posicionamiento estratégico y el alto nivel de lenguaje no verbal que se exhibe en este tablero de asfalto y purpurina. Ideando el lugar donde continuaremos la intoxicación y sin acabar de encontrar consenso propongo demencialmente una visita a mi terraza y el saqueo de mi mueble bar cuando, por suerte, dicha propuesta sólo convence a Mario, como era de esperar. Allí plantado como un espectador de un juicio que ni me va ni me viene pero determinante para mi futuro inmediato, incapaz de pronunciar réplica alguna, arropado por Mario y escuchando de los compatriotas de Víctor frases que únicamente pueden leerse ya en un sentido, fue cuando le vi.


domingo, 9 de agosto de 2009

Capítulo XIII (i)



- Veo que te ha sentado bien la distancia, te encuentro tremendo.
Jorge me dice esto mientras gira con la precisión de un cirujano su té frío ontherocks sobre la barra. Estamos en Gràcia, en el bar que ha elegido su novia para celebrar su cumpleaños. Después de deambular por una ciudad que se me presentaba ajena por lo poco que la frecuentaba, he sentido la necesidad de tomar una dosis de realidad reencontrándome con gente que hacía meses que no veía. Así que me he presentado por sorpresa en la fiesta, con una bolsa en la mano cuyo contenido era no reparado en gastos. Sí, el contenido del regalo debía de ser proporcional a la inyección de autoestima que esperaba recibir con mi reaparición, porque en realidad eso era lo único que tenía intención de escuchar esta noche. Eso y el permitirme el adjetivo social delante del sustantivo bebedor.
Cuando el camarero nos deja de nuevo a solas dos rondas más tarde, Jorge parece querer aguantarse la risa, como si fuera un adolescente estúpido e hiperhormonado en lugar de ese ciudadano educado y respetable que es. Le señalo lo especialmente risueño que le veo esta noche y es cuando empieza a descojonarse, pero a mí me empieza a doler la cabeza de una manera apabullante, casi cinematográfica, como si alguien la hubiera metido dentro de una prensa hidráulica. Será que estoy tan

sensible…
- La última frase ha sobrado.
- No lo creo Vincent. Deberías aprender de una vez lo que te está intentando enseñar la vida. Mostrarte menos insolente, admitir tus límites y no ser tan pretencioso; al menos hasta que los responsables de recursos humanos se comiencen a percatar del gran –entrecomillando- valor humano que adquirirían contigo en su plantilla. ¿No es lo que quieres?
- ¿Se comiencen? –digo-. Veo que el té prefabricado disminuye tu sintaxis.
Jorge lo deja correr, porque sabe y sé que merezco mucho más que un correctivo verbal. De hecho ahora enlazo de manera estúpida esta idea con el recuerdo de las veces que mis compañeros de instituto me recriminaban el ser más académico que los propios académicos. Sé que necesito un hachazo bien dado en mitad de esta mente retorcida, pero hoy no es el momento porque hoy no quiero sentirme como un niño irresponsable delante de un padre, quiero decir, de Jorge, sin recursos para domarme.
No nos volvemos a encontrar hasta que empiezan a servir los canapés. Para mitigar mi ansiedad paranoide delante de él escenifico la curación de mi fastuosa migraña conversando alegremente y pidiendo más copas sin importar si tengo o no los tickets de consumición gratis que me entregó la novia. Para mitigar mi ansiedad paranoide delante de él escenifico la curación de mi fastuosa migraña conversando alegremente y pidiendo más copas sin importar si tengo o no los tickets de consumición gratis que me entregó la novia. Para mitigar -¿me oyes?- mi ansiedad paranoide delante de él escenifico la curación de mi fastuosa migraña conversando alegremente y pidiendo más copas -¡ey!- sin importar si tengo o no los tickets de consumición gratis que me entregó la novia, pero paso de refrescos gaseosos y quiero evitar oír al camarero pedirme los euros de más que debo entregar por la bebida. Mi cartera vuelve a sangrar.
- Vincent, ¿me oyes?
Salgo a fumar a la puerta y reviso el contacto de mi agenda que me abra las puertas de la noche. Cuando regreso dos tercios de la gente que deambulaba simuladamente amable había desaparecido.
- He quedado con Carlos en el Adonis y ya llego tarde, así que yo también abandono el local.
- Si quieres te acerco yo; si no mejor que te esperes un poco más porque no sé si podrás llegar en buen estado.
- No estoy borracho. ¿ . . . ? –o creo que sólo arqueé mis cejas.
Antes de que me diera cuenta el viento golpeaba mi nuca haciendo ya imperceptible mi dolor de cabeza. Galopando sobre su BMW K1200r Sport y agarrado a su cintura parece como si fueran las calles quienes se movieran a nuestro paso, iniciando con este chroma key mi nueva ficción cinematográfica.
Con una mano en alto, ligeramente recostada sobre la cabeza a modo de despedida –una postura digna de un retrasado mental- veo alejarse la semicarenada bávara como un caza imperial, reflejando su descarada sonrisa roja sobre el asfalto antes de desaparecer súbitamente por la esquina. ¿Dónde estoy? Ah sí, procurando terminar lo que he empezado.



Entro en el hall del bar abriéndome paso a empujones hasta la puerta del lavabo, mirando hacia atrás cada medio segundo por si hubiera alguien nuevo que se me escapara. Aún así el local no ofrece ningún tipo de intimidad ni rincón donde uno pueda estar a salvo de las miradas de los transeúntes callejeros. No puedo reconocer a la gente y parece que nadie se da cuenta de mi llegada ya que no hay lazarillos que me guíen hacia mi salvación, pero igualmente camino deprisa tan sereno como puedo hasta llegar al wáter cuando Carlos me coge del brazo. Me abrazo a él y nos abalanzamos hacia la barra que se dobla y recoge mi cuerpo sin rechistar. Me sonríe sin ofrecerme poca cosa más humana pero es que Carlos ya se ha convertido en un objeto que forma parte indivisible de la decoración de este bar. Incluso mientras me habla dedico algo de tiempo en pensar lo combinado de su camisa con el nuevo papel de pared. Además, Carlos pocas veces regala afecto a no ser que sea interesadamente necesario, aunque quizá sólo sean los rasgos de mi carácter proyectados sobre su rostro.
- Qué Vicen, ¿cuántas llevas ya?
- No sé, me han traído aquí y creo que no demasiado contento.
- ¿Qué has hecho ya?
- No sé, necesito una copa. Estoy muy pedo. Pide tú que a mí me da la risa. ¿Has visto a Alex?
- Sí –responde mientras introduzco mi dedo anular entre la etiqueta que tiene cosida en un hombro, enganchándolo a ella como si mi equilibrio dependiera de la tela.
- ¿Dónde está?
- Bah, ya le conoces. Ha visto en uno la posibilidad de subvención para el bolso de Gucci que le gustaba y se ha largado con él. ¿Estás bien?
- No sé, necesito una copa –me yergo alejado de la barra mientras me plancho la camisa mirándome al espejo del aparador de la bebida.- Creo que estoy bastante pedo. ¿Estás solo?
- No, estamos todas esperándote. Allí.
Carlos señala la única mesa del bar en la que hay gente sentada. Me miran, y yo sé que saben que he vuelto a las andadas y que he estado toda la noche bebiendo y mendigando por las calles y los bares en busca de noséquién que sea al que le toque esta noche. Lo veo en sus ojos, y ellos en los míos porque a estas alturas no puedo esconderme de nada. Pase lo que pase no debo no debo alejarme de la barra no debo sentarme debo con ellos, no saluda alegre no vayas a la mesa. Bajo ningún concepto. Quiero algo de superficialidad esta noche. Si me siento entre diseñadores, fotógrafos, joyeros independientes, sastres, productores de tejidos, escritores, todos vino con blanco en la copa alternativos virtuosos de un club que no grupo, hablar del grupo, los proyectos… Soy limitado y no tan peligroso como ellos. Tengo que ir al baño a mear. Me excuso –dí que voy ahora. Sí, diles que ahora salgo pero déjame el mojito en la barra, ¿vale?
Me giro directo al baño cuando empiezo a sentirme culpable por haberle dejado así; y porque ahora me siento tan solo, tan al alcance del juicio de cualquiera que el bar me abre espacio y se alarga como un jodido refugio de guerra convertido en harén. Soy objetivo fácil para el derribo, para el acoso y para el arrepentimiento. Cualquiera que pueda verme sabrá que mi inseguridad resurge inconfundible. Esa mirada presa del pánico, encendida, buscando obstáculos invisibles; la nuca y los hombros rígidos como esperando que alguien me dé un zarpazo o cuelgue un nudo a mi cuello. Sí que se me ve, y saben que algo no va muy bien, lo intuyen, sé que lo saben.
Una percepción que va más allá de la simple ejecución ocular, del combo de percusión cardiovascular y del sonoro rugido de esta meada tan larga. Los de la mesa saben que estoy dejando de ser uno de ellos, y saben que tampoco formo parte de nada en absoluto. Saben que no tengo dirección ni procedencia, ni ya inquietudes ni tiempo. Saben que ahora soy todo lo productivo que la maquinaria multinacional regula que se sea, y saben que esa promesa de algo o de alguien se ha debilitado y convertido en un despojo, en un dependiente, en uno más. Estoy volviendo a ser algo paranoico, lo sé, pero es que esta falta de autonomía, esta improductividad creativa, esta pérdida de autenticidad de mi vida, la sensación de soledad y de decepción respecto al resto no es nada fácil de asumir. Nada fácil. No veo la copa, así que prefiero volver al otro extremo de la barra donde nadie en esa mesa pueda ver que estoy. ¿Qué le contesto al camarero cuando me diga que Carlos se la ha llevado? ¿Que ya me la he bebido? ¿Que se ha volcado sobre la mesa? No sé ya qué cojones hacer. Estoy apretando los puños y los dientes como una bestia parda, y doy vueltas en rotación sobre mi eje gravitatorio sin parar. Noto cómo ceden los cartílagos de la mandíbula y me puede un ansia enorme de asesinar a alguien a puñetazos. Soy un cordero, merezco la horca. No, soy un iluso que sólo necesita una copa y una noche lo más zorramente superficial posible. Así que me siento sobre el taburete de la barra y le pido al camarero un mojito. Me mira extrañado y me pregunta si es que vamos fuertes esta noche, pero como esta noche no recuerdo su nombre, que puede ser cualquier nombre, sólo le sonrío. No deja de mirarme hasta que se aparta lo suficiente para que pueda volver a ver mi rostro reflejado en el espejo y partirme de la risa por no decir llorar de vergüenza. Al cabo de no demasiado tiempo el camarero dispone una tabla de madera frente a mí. Aparece con un vaso y una coctelera y comienza el ritual. Vierte dos o tres cucharadas soperas de azúcar moreno, exprime una lima cuyo jugo transita desde su muñeca hasta la comisura del vaso, le añade unas ramas de hierbabuena y los restos de la lima que presiona con un mortero. Dios, el crujir de los granos de azúcar contra el cristal me produce una excitación comparable al momento en que le bajas los calzoncillos a tu amante, y es que lo estoy tanto –excitado- y tan nervioso por ser la primera vez que tengo que fumarme dos cigarros antes de poder beberme el primer trago que cuando lo hago casi me apeo involuntariamente del taburete. Empiezo a sentirme revuelto, contento y desinhibido lo que quiere decir que está funcionando. Quizá demasiado bien. Cojo mis bártulos y salgo a la calle. Me había prometido a mí mismo no entrar nunca a ese bar gay pero sé que los conocidos que tengo dentro van a servirme en bandeja el pasaporte a mis deseos. Cojo el coche haciendo batir el asfalto agotado bajo sus ruedas gritando con Jarvis que quiero vivir con gente común y el tabaco se fuga de mis pulmones como un par de velas desplegadas al aire tibio de la noche de verano enredando enredándome la corbata al viento necesito parar para saber para respirar para…

Respirar.

Hondo.



Profundo también cruzando la Diagonal hasta la Gran Vía desierta. Se abre mi primera barrera y aparco. Abro la puerta y desciendo lo más elegantemente que me permite mi intoxicación. El brazo se engancha con el cinturón de seguridad y casi tropiezo y me caigo desde una peligrosa altura de veintiún centímetros de veintiún que imagino que debe tener ése camino ligero manteniendo el equilibrio entre un manto de cucarachas que desfila junto a mi camino a la puerta del garito y hasta parece que crujen cuando se cruzan con otra cucaracha o un coche veloz frente a ellas. Me he dejado el tabaco en el coche y no he cerrado las puertas así que escupo trozos de hierbabuena y humo que asciende por las fachadas iluminadas de los edificios y emborronan carteles de transportes ¡Passssssssssseig! ¡Que no se despierten! al volver al parking. Salgo corriendo calle abajo y doblo cuando llego a la Ronda de Sant Pere y poco a poco me adentro en la humedad de la calle del cuarto oscuro del cielo, parpadean los semáforos y las luces de las farolas como luciérnagas en una charca, enfangadas e intoxicadas, riendo lanzando disparos lejanos. Camino hasta la fachada frente al bar donde apoyo mi espalda y espero el fuego cruzado. A lo lejos veo moverse siluetas de cartón como un pelotón de tropas enemigas sobre el fondo colorarcoiristrópico que abre paso hacia el subsuelo y pienso que las cucarachas en verano no podrían estar en otro sitio mejor, por decir algo, cerca del arco de triunfo o pasadas por el arco y yo en este bar, otra cucaracha más, porque tengo sed de todo –y de pronto esto último me hace reír porque nunca pensé que yo fuera posible que fuera posible cómo es posible.




Ralentizo mis movimientos cruzando la calle sin tráfico derecho al portero del bar al que ni miro y sin bajar velocidad me abre la cinta como juez de un corredor de fondo que llega a la meta y ya estoy en el estado clasificatorio como todos los que me acompañan en el vestíbulo del purgatorio del fu7ur0 atestado de prendas, de moda y de carne; oh, sí. En realidad no sé qué de las tres cosas me produce más arcadas, pero el confort de la moqueta me transporta hasta una completa oscuridad donde el público que baila me lleva en volandas hasta la barra y yo en mi globo intento hacerme entender porque pienso demasiado rapidísimo o todo lo contrario y las letras se me amontonan y nadie aquí ha pedido nunca un whisky solo y el camarero está perdiendo la paciencia porque cree que le estoy vacilando mientras yo le digo que me ponga un escocés cualquiera pero le tengo que explicar el por qué de las faldas a cuadros y cree que voy de listillo y estrecha mi mano de dinero pero no entiendo una sola palabra de lo que me responde, así que mantengo mi compostura como si fuera un actor de método aunque mis ojos deben seguir hablando por mi y miran a toda esa gente comprando al peso su libertad de fin de semana orgullosos de no tener encima la puerta del armario exhibiendo los pasos de baile ensayados en su cuarto de baño, posando sin camiseta esta vez sin cámara de fotos ni flash expulsado del espejo, y todo esto rebota en las paredes de mi cráneo, rebotando en las paredes de mi cráneo agitado por los bajos de la música que suena y baja al entrar al baño que es una exposición de videoarte pornográfico lleno de mirones desesperados y yo en el altar central cual sacrificio, cubriendo las cuencas de mis ojos de agua y empapando mi cara una y otra vez que giro sin perder la posición de noventa grados a la altura de un degradado de éxtasis de ¿qué es eso?... ¿de veras?... ¿de veras es una erección?

Vuelvo a entrar en la sala y sí, allí está, mi pasaporte.


martes, 4 de agosto de 2009

Capítulo XII




Marcos formaba parte de mi vida mucho antes de que yo lo supiera. Su nombre apareció en mi lista de contactos telefónicos cual errante nocturno. Mi trazo describía sus letras, un conjunto desconocido, unos números no recordados y convencido de que en la vida había cruzado una sola mirada con él. Mi curiosidad al respecto propuso a mi valentía dejar sonar más de dos tonos hasta oír una voz. Ni su fuerte acento francés ni su aparente satisfacción por mi llamada lograron ponerme sobre la pista del por qué de su existencia en mi libreta, pero la conversación confiada y fluida restó importancia a este hecho. Acepté simplemente que esos números debían estar, allí como si la providencia y el azar hubieran dispuesto un encuentro inevitable y la casualidad, buscada o encontrada, hiciera el resto. Sí, quería que estuvieran y me gustaba que estuvieran.

No tardamos demasiado en vernos, y ese encuentro no distó mucho de lo que sería una reunión de viejos amigos. Ni sorprendido ni alterado por su presencia, intentaba desentrañar el enigma de lo lógicamente ajeno del personaje y a la vez lo curiosamente familiar de la situación. Me dispuse a diseccionar su misterio empezando por la reacción de los demás. En la calle hablan las miradas, y percibí que Marcos siempre ha creído poseer una sensibilidad especial para entender ese lenguaje. Él cree deambular en una dimensión aparte, un espacio recorrido por frecuencias que sólo pueden ser percibidas por unos pocos, quizá de ahí su interés por lo no explorado, por el universo y por la aeronáutica. La gente como él dispara su autoestima a bocajarro. Cuando enfoca a otra persona deja a la deriva el concepto que tiene de sí mismo. Si el otro recoge el mensaje en sus mares visuales, Marcos crece, embellece, se siente dentrodelmundo de las miradas recíprocas, compuesto por unos pocos privilegiados. Si, por el contrario, su mirada se difumina en soledad, Marcos se apaga. Pero no sólo proyecta la suya, también percibe cómo navega la autoestima de los demás. Sí, Marcos siente el desordenado oleaje, un mar de posibles amores que se abalanza sobre rostros desconocidos, siquiera llegando a salpicar levemente sus corazones, inconsciente de su efecto sobre los demás. Aunque para Marcos esas miradas son peligrosas. Cree que producen adicción e intenta evitar el daño. Además, a veces llegan a ser demasiado elocuentes y pueden cristalizar la identidad del observado. En tales casos suponen una atribución fundada sólo en el aspecto físico, variable a la que le da una importancia más fundamentada en la salud que en la estética. Pocas veces descubres a Marcos recreándose ante un espejo o dedicado compulsivamente a su imagen. Las miradas de rechazo, quizá también preconcebidas por el físico, contribuyen a la introspección, incluso se podría decir que liberan hacia el interior. Ahora Marcos piensa en los que no pertenecen a ese mundo de las miradas recíprocas, en los paseantes invisibles de la ciudad, en todas esas umbrías sin rostro que no logran desvelar el secreto de su belleza entristecida, en aquellos excluidos de la veleidad cultural que se nos aparecen súbitamente como presencias afligidas, como borrosos espectros de personas olvidadas. Hay días en que él mismo se siente oculto a los ojos de los demás, y entonces no comprende cómo puede haber instantes de tan aguda inexistencia cuando la transparencia y claridad de su mirada sólo irradia vida y más vida. Por el contrario, tampoco comprende lo transparente y desnudo que se presenta ante un desconocido. Ante mi.

Suele dejarse arrasar por cavilaciones sin sentido. Sentado a la mesa de un restaurante observa el movimiento de los camareros, descubre quién es el jefe de mesa y de quién recibe órdenes. Calcula el tiempo entre plato y plato como si la gastronomía razonara bajo silogismos matemáticos. Se deja embaucar por la sencillez escondida a la visión del impropio. Su mente siempre en movimiento, como una abeja obrera zumbando en actividad y nunca bajando la guardia. Se recrea en lo cuantificable de la vida y cuando obtiene una cifra se siente satisfecho como quien resuelve un juego de inteligencia. Puede cavilar sobre el tiempo de espera medio en una cola; calcular las personas que caben en un vagón; calcular el tiempo de vida del sol; contabilizar la cuenta atrás de días para el agotamiento de las reservas mundiales de petróleo… Su condición de Ser metódico todavía llega más allá si se atiende a sus regímenes de mantenimiento personal. Como si de un autómata con voluntad propia se tratase, siempre anda buscando fuentes de energía de la que abastecerse como si su cuerpo fuera una batería recargable en productos naturales. El ir más despacio, el tomarse tiempo para reflexionar o simplemente la necesidad de descansar no encuentran tregua a un pensamiento vivaz e inquieto. Siempre activo, siempre en movimiento, siempre intentando superar a quienes le precedieron ya sea su padre, Platón o Keynes. Y siempre regalando alguna clave que abra puertas a un nuevo concepto de vida, o mejor dicho, una puerta hacia la vida. Una vez me contó una historia. Ejemplificaba perfectamente cómo su cabezonería y su marcha contracorriente, su fuerte creencia en algo o en alguien hacía que se consiguieran sus pretensiones y sus sueños. Está tocado por la suerte, y si alguien recibe de su atención él ofrece la llave para que cada uno de esos afortunados cruce esos umbrales de la oscuridad hacia la luz. Curiosamente, el tiempo que pasamos juntos fue dedicado enteramente a la búsqueda de esas llaves, sin que yo me percatara de ese hecho. Buscamos esas llaves desesperadamente, intentando conseguir unas claves como si formáramos parte de una gincana de sólo dos jugadores. De lo que no me pude dar cuenta es que quizá no había piñata que romper, ni umbrales que cruzar con él. De ahí el fracaso en nuestra búsqueda. Siendo optimista, lo afortunado de que no existieran esas llaves por lo innecesario de las mismas, y cómo esa llave que esperaba recibir fue cambiada por un nuevo nivel de comunicación, algo único para los dos, codificado en un nuevo conjunto de números de los que únicamente yo era conocedor.

Aun así nunca se consigue desenmascarar el misterio que esconde Marcos, o eso es lo que creo. Pero quizá sea yo quien esté empeñado en este débito de empresa inútil: el querer diseccionar algo que no existe porque esté dedicado a descubrir un algo más de lo que hay. El no querer creer que una persona como él pueda hacérseme tan entera, sin fisuras ni doble cara; el estar tan acostumbrado a las máscaras, a los secretos personales, al conocimiento verdadero que en nada tiene que ver con la percepción inicial, parece imposible no desconfiar. No, es imposible que pueda existir alguien como él, sin trampa ni cartón como diría el ilusionista. Debe de haber alguna intención oculta. Debe de existir alguna tara de fábrica dentro de su aparente simple mecanismo de funcionamiento. Tardé en caer en la cuenta que, con gente como Marcos, todas las preguntas caen en saco roto, quedan destruidas y desmontadas, y supe aceptar que no hay pregunta que pronunciar respecto a él ya que, en términos prácticos que podrían conformar su vocabulario, se derrocha una energía tan valiosa como escasa que podría aprovecharse en vivir plenamente el momento en que se está. Me alegro de que estés.

domingo, 19 de abril de 2009

POP: enigma planetario





“¿Dónde habíais estado?”. Así terminaba Jeff Tweedy uno de los primeros conciertos de Wilco en España. El músico no daba crédito a lo que acababa de presenciar. Dos mil personas procedentes de un país en el que jamás pensó que su banda podría siquiera inspirar descargas ilegales le vitoreaban como a un dios renacido. Cinco años y un disco regulero después, los de Chicago son una banda clave para entender qué le gusta al público español más o menos independiente.

Las giras de Micah P. Hinson o Death Cab For Cutie por España son tan geográficamente exhaustivas como habituales —bueno, desde que los Cutie salieron en The O. C. y vendieron millones de discos, ya no lo son tanto—. Franz Ferdinand han tocado aquí cuatro veces en cinco meses. Los estadounidenses Marah celebran sus navidades con un concierto en Barcelona (tienen un disco en directo grabado en Mataró). Redd Kross reaparecen, tras años de silencio, con un directo grabado en Madrid. Los ingleses The Wave Pictures tocan en mayores salas aquí que en su tierra, y la prensa les ama (la de allá les ignora). Black Crowes son el reclamo de un evento que parece haber cambiado de fechas sólo para contar con ellos, mientras en el Reino Unido, donde sí entienden sus letras, son meros teloneros de Stereophonics.

“Lo lógico es que las bandas anglosajonas sean más populares en su país natal, ya sea por sustrato cultural, por idioma o por estrategia de la compañía. Pero a veces, en casos extraños y poco explicables, sucede lo contrario. Lo que yo he visto con Placebo en España no lo vi jamás en el Reino Unido, por ejemplo. Llevamos grupos que tenemos como secundarios que son constantemente reclamados en otros territorios”, comenta Dean James, antiguo manager del emporio británico de la música en directo Mean Fiddler y actual capo de Mama Group, corporación que controla, entre otras, la franquicia Barfly.
Abel Suárez, de Primavera Sound, cree que la democratización del ADSL, con sus blogs y sus myspaces, ha desbancado en cierto modo a la promoción que hace el sello del artista o las loas que le dedique la prensa especializada. Esto ha llevado a cierta globalización del gusto y del éxito, aunque, claro, siempre queda un rincón para los felices accidentes. “Debido a que nosotros o no entendemos o no valoramos de igual manera las letras de los grupos de fuera, hay anglosajones que alucinan con que nos gusten según qué grupos, porque a ellos sus letras no les dicen nada”, comenta.


“Un ejemplo es el de los estadounidenses The Extraordinaires, absolutamente desconocidos en su país y hasta hace poco aquí”, comenta Suárez. “Nos gustan mucho y decidimos traerlos al pasado Primavera Club. Era su primera vez en Europa. Intentaron hacer más bolos en otros países y no consiguieron casi nada. Además, el año pasado montamos un showcase de bandas catalanas en el festival SXSW de Austin y los llamamos para que ejercieran de banda americana invitada. Los tipos alucinaban porque era la primera vez que les pedían tocar en el festival y había sido gracias a unos barceloneses”. La misma sorpresa se debió llevar Morrissey al ver que había tortas por contratarle en España, un país en el que no vendía ni media docena de discos. “Exceptuando a gente como U2 o Springsteen, el único grupo que conozco que llena salas del mismo tamaño por todo el mundo es Belle and Sebastian, un ejemplo extraño hasta ahora, pero creo que vamos hacia eso. Antes sabías por las ventas a qué lugar y salas podías llevar a una banda. Ahora no. Los grupos venden más entradas que discos y el volumen de gente que accede a la nueva música es mayor que antes, por lo que el pastel se reparte de manera más equitativa. Menos mal que nos queda Japón”, sentencia James.




EE UU
La reina del cabaret punk angelino Amanda Palmer narra en Oasis cómo una niña que se ha quedado embarazada tras ser violada es feliz porque Oasis le ha mandado una foto autografiada y verá a Blur en octubre. El tema, aparte de una reflexión salvaje sobre la adolescencia, refleja el estado mental britpopero que aún impregna West Hollywood, lugar donde hay quien recuerda a los Bluetones.

MÉXICO
Muchos explican el espectacular éxito de Morrissey allí por lo sentimental de la idiosincrasia de un país de cruce. En pocos lugares, y a pesar de lo complicado que se lo pone la genética, se imita tanto su look. Lo emo también arrasa entre su parroquia y cuando uno piensa en la letra de Last night I dreamt that somebody love me empieza a entenderlo todo, a ponerse a llorar y a odiar a sus padres.

VENEZUELA
La dulce Russian Red agotó en 30 minutos las entradas para su presentación en el país en el que Alejandro Sanz no pudo actuar. Vestida por el diseñador local Isaac López, confirmó que lo suyo allí es algo serio. Pop de aires folk cantado en inglés desde Madrid. ¿Cómo no se le ocurrió antes a un promotor venezolano que eso era lo que estaba esperando su país?

ARGENTINA
El rock allí es algo muy serio y la pasión que genera no tiene igual. Pink Floyd aún logran portadas, los Stones llenan cinco estadios y Axl Rose concede su única entrevista en siglos a una radio bonaerense. Hasta Iron Maiden llenó en un mismo año el estadio de Ferro y el de Vélez. Los cínicos dicen que esto pasa porque los argentinos siempre van al campo de fútbol, haya o no partido.

ESPAÑA
Es difícil no hacerse el esnob al hablar de Wilco y España: sus mejores discos se grabaron antes de que pisaran el país. Hoy, la banda de Chicago que lidera Jeff Tweedy actúa aquí cada dos por tres, es cabeza de cartel en festivales y mantiene una parroquia fiel y entregada tras editar tanto su álbum más avantgarde como el más conservador. A medio paso de radioheadizarse. Cuidado, Jeff.

JAPÓN
Richey Edwards, desaparecido guitarrista de los Manic Street Preachers, fue un icono ético y estético allí. Al esfumarse, Occidente pensó que quizá no fueran tan malos. Pero Japón perdió el interés. Amantes del rock de fuegos artificiales, siempre prefirieron a los del inicio, aquellos de los que se mofaba media industria. Menswear y Dodgy también arrasaron allí, pero culpar de ello a Richey sería injusto.

MONGOLIA
La MTV insiste con Spice Girls o Mariah Carey, tratando de abrir los gustos musicales del país al dólar occidental. Pero nada, no hay manera. T Ariunaa, “la Madonna mongola”, sigue copando las listas de una nación enamorada del pop palomitero y boy bands como Camerton, pero que hace oídos sordos a lo foráneo para concentrarse en fabricar réplicas locales. La escena está viva en Mongolia.

IRLANDA
Cuando le preguntamos a Josh Ritter por qué triunfaba allí más exageradamente que en ningún otro país, el músico estadounidense, que ofrece un perfecto cruce entre el cantautor que huele a establo y la ligereza pop de Paul McCartney, respondió: “La única explicación que se me ocurre tiene que ver con las patatas. Irlanda es un país patatero y yo provengo de Idaho, el Estado de la patata”.

FRANCIA
La república ha recuperado relevancia cool gracias a Kitsuné o al tektonic, pero sus gustos siguen difícilmente descodificables. Que Ben Harper, que es al rock contemporáneo lo que el módem de 56 k a la conexión de Internet, sea aún un héroe en el país del gratin dauphinois se antoja casi tan raro como el éxito, también allí, de los españoles Sunday Drivers (conocidos como los Wilco de Toledo).

AUSTRALIA
Sorprende la relación de Ben Folds con la ciudad australiana de Adelaida, a donde se mudó y a la que dedica canciones. Lo curioso es que Adelaida es como el Lepe australiano. Pero al estadounidense esto, como casi todo, le importa un pito: “Cuando el resto de australianos se ríen de que viva en Adelaida, les respondo que Australia es la Adelaida del mundo occidental. Y se callan de golpe”.


El País, 17 de abril de 2009

viernes, 10 de abril de 2009

Hichcock en la Semana Santa de Cartagena




De todos es conocida la genialidad de Alfred Hitchcock en el medio cinematográfico. El “autor” -como le llamó el por entonces crítico François Truffaut-, hacía de cada fotograma una pequeña obra de arte fácilmente reconocible por los espectadores. Gracias a la experimentación de técnicas cinematográficas y una dirección cuidadosa, emotiva y pasional, nos ha legado un trabajo que perdura en el tiempo y sigue siendo objeto de culto y estudio.
Una de esas técnicas cinematográficas es el llamado Mac Guffin -término inventado por el propio Hitchcock- que hacía servir para designar el pretexto argumental que podía hacer avanzar la narración. Es lo que el maestro del suspense nos introduce en la narración para que sea nuestro billete en el viaje sobre el celuloide que cuidadosamente nos ha preparado. Por lo tanto el “Mac Guffin” es sólo eso, un pretexto, un elemento –representado por un objeto, una sinfonía, una operación matemática o un mero toque de reloj- que promueve la conducta de los personajes y centra la intriga sin que sea un hecho crucial en el relato fílmico. Aproximándome a la definición que hace Truffaut, es el elemento que, bajo su aspecto aparentemente crucial en la línea argumental, llegamos a olvidar cuando, sumergidos en la historia, nos preocupamos por la supervivencia de nuestro protagonista.
Una de las mayores recompensas que tiene comprender y apreciar el buen cine, como arte en sí, es la extrapolación y aplicación de este medio a otros aspectos de la vida. Y en el caso que ocupa este artículo, la Semana Santa de Cartagena también tiene su “Mac Guffin”.
¿Cómo descubrirlo? Como cualquier otro tipo de análisis artístico y/o social: estudiando sus elementos constitutivos, desvertebrándolo, preguntándose los “porqués”, aún a riesgo de perder ese áurea emocional que la Semana Santa propicia en sus participantes -cosa que no deseo provocar. Como me dijo algún día un profesor universitario: “en las Ciencias Sociales como en el sexo, pensar demasiado en la técnica puede conllevar a la impotencia”, intentaré no producirla totalmente, aunque quizá sí que tendremos que practicar un poco la abstención.

Sabiendo de ante mano que racionalizar el sentimiento de un pueblo puede ser tarea inútil y fruto de malinterpretaciones –y probable causa de heridas-, quiero advertir que no pretendo con este artículo desmoralizar a los procesionistas, ni mucho menos criticar ferozmente el hecho procesionil. Sólo quiero exponer algunas reflexiones, resultado positivo de estos “gatillazos” que he sufrido presenciando la semana santa cartagenera durante estos últimos años, con el fin de que sirva -como cualquier análisis fílmico- a enriquecer el hecho estudiado y provocar en los lectores la reflexión y una apreciación diferente de este evento.

Volviendo al tema que nos ocupa, es necesario preguntarse cómo nacieron y para qué nacieron las procesiones en Cartagena, y cómo han ido evolucionando históricamente.
Puenteando las anécdotas que denominan a las tres históricas Cofradías cartageneras, vemos un lugar común en su constitución: ser testimonio de fe de la pasión y muerte de Jesús, o mejor dicho, que la sociedad cartagenera exprese su fe, promovida por la alta burguesía de la época, amparados en el orgullo que todo cartagenero siente por su ciudad. Con lo cual, todo hecho, toda fiesta, se convierte en una manifestación lúdica de los cartageneros para Cartagena. Toda ciudad, toda región tiene dos fiestas grandes que coinciden con los primitivos cambios de estación y sirven para desarrollar el sentimiento de pertenencia hacia una tierra concreta. En las puertas del otoño están los Carthagineses y Romanos; y en primavera, la excusa para mostrar esta distinción y amor de la sociedad cartagenera a su ciudad no es otra que la fastuosidad de su Semana Santa, y aquí obtenemos el “Mac Guffin”: la fe.



Las procesiones en Cartagena han surgido desde la fe, han tomado como hecho fundacional, hecho que condiciona la celebración de la fiesta de primavera, la rememoración desde la fe de la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Pero, como vemos, la fe es sólo un pretexto para exhibir el orgullo de los cartageneros por su ciudad creando desfiles marciales, lujosos, barrocos, suntuosos, que sean equiparables a Cartagena. Desarrolladas las agrupaciones, con un fondo artístico considerable y una ostentación poco común en comparación a otras semanas santas de otras ciudades, más próximas a la sencillez, el recogimiento y la seriedad, vemos que ya no sólo son las imágenes proclives a la devoción popular y a los “vivas” que se pronuncian enfervorizados, sino que son las agrupaciones y cofradías las que reciben la manifestación emotiva de la ciudad –o al menos lo eran. Ser de una cofradía u otra representaba para un cartagenero mucho más que la ideología política. Al recién nacido se le ingresaba antes en una cofradía que en el registro civil ya que éstas eran el lazo latente entre los cartageneros y su ciudad en la fiesta de primavera, porque en primavera Cartagena era su Semana Santa. Esta fiesta era un hecho en sí misma, era el resultado del vuelco participativo de toda su ciudadanía, creyente o no, con lo que cualquier intromisión eclesiástica en la fiesta se convierte en pura farsa. Por lo tanto es errónea, a mi modo de ver, esta consideración evangelizadora de la Semana Santa en Cartagena como hecho religioso apoyado por la representación cronológica de los últimos días de Jesús en sus desfiles pasionarios. Ahora quizá, y debido al deterioro y abandono de los cartageneros por su Semana Santa y la creciente indiferencia que provoca, estos desfiles son más eclesiásticos que nunca. Digamos que si bien nuestro “Mac Guffin” (la fe) nos servía de pretexto para desarrollar todo el espectáculo marcial, castrense y lujoso, expresión de una ciudad; ahora, y cada vez más, la Semana Santa empieza y acaba con el hecho eclesiástico viendo todo el derroche de flores, luces, oros y pedrerías como eso: un derroche; porque quizá se consiga el mismo objetivo religioso en esta semana de manifestación del cristianismo con una misa y cada quién que haga su penitencia. Si se sigue procesionando por las calles de la ciudad no es ya por el motivo antes mencionado, sino por pura tradición más allá de la actitud de cada cartagenero ante las procesiones de su ciudad.
Se está perdiendo el lazo casi imperceptible que había entre esta sociedad civil cartagenera y sus desfiles pasionarios; y la solución a este problema, para evitar que esta fiesta sea sólo un muestrario de folklore a los ojos de los pocos turistas que puedan aguantar el paso entero de una procesión, está en manos de los cofrades.



¿Cómo hemos llegado a este punto? ¿Cómo ha llegado a la mente de algunos procesionistas y los que no lo son la sensación de artifiosidad y farsa de los desfiles pasionales? Las causas son varias, y están tanto en el cambio social de la ciudad como en el seno de las Cofradías.
Atendiendo a la evolución que ha sufrido la sociedad cartagenera tenemos, sobre todo, la evolución del cosmopolitismo. Cartagena ya no es una ciudad pequeña, un pueblo, sino que es lugar que alberga gentes de todos tipos y lugares. Para la mayoría de los cartageneros, el que llegue el tiempo de Pascua es símbolo de vacaciones, y por lo tanto, viajes fuera de su ciudad. Ya no se sienten partícipes de la Semana Santa de Cartagena ya que esta fiesta ya no representa a su ciudad, no la ven como un hecho en sí misma que absorbe la condición de ser de Cartagena. Incluso muchos cofrades y antiguos mecenas de las agrupaciones aprovechan esta semana por la que en teoría han trabajado todo el año para estar fuera de la ciudad. También está el hecho de que, la fiesta de septiembre (Cartagineses y Romanos), es mucho más proclive a la participación de la ciudadanía por varios motivos: el primero es que es una fiesta local y después de las vacaciones de verano, cosa que permite la permanencia de los cartageneros en su ciudad; otro es el hecho diferenciador con la Semana Santa, es una fiesta mucho más lúdica en la que no hay intromisión ni ideológica ni religiosa, cosa que permite la participación de más gente y más diversa –que en sí representa la diversidad actual de la ciudad-; y otra es que por el motivo histórico que tiene con respecto a Cartagena, es mucho más fácil equiparar la fiesta a la ciudad.

En cuanto a los motivos que se derivan de las cofradías, son muchos más numerosos y complejos en su origen y explicación. Enumeraré algunos de ellos sin hacerlo de forma ordinal.
Viendo el funcionamiento actual de las agrupaciones y las cofradías me viene a la mente la idea de acomodo de sus componentes y profesionalización de los mismos dentro de los organismos. Como asociaciones civiles que considero que son, están reproduciendo uno de los males de este tipo de organizaciones: tener que depender de un presupuesto público ante la inexistencia de mecenas que donen obras de arte o mejoras de las actuales; no hay posibilidad de consecución de objetivos ambiciosos, sólo bajo la idea de competencia feroz entre agrupaciones de una misma cofradía; sin entrada de savia nueva en los órganos directivos o ayuda de elementos externos en la gestión de las agrupaciones –como organismos autónomos en sí mismos-; y si a esto se suma que vivimos en una época sin proyecto artístico, sin nombre ni identidad, y que toda novedad nace de la copia de periodos ya lejanos que no se corresponden con la actualidad social obtenemos el esperpento en que se han convertido las actuales procesiones, con pasos que incitan más a su incineración cual falla valenciana que a la adoración o el culto.
Las agrupaciones son ahora las promotoras de los desfiles pasionales, no ya la ciudadanía entera, con lo que cualquier “éxito” no se refleja en la ciudad sino en las agrupaciones que lo obtienen. Este ansia por ser más que las demás, añadido a una carencia de proyecto, tanto económico como artístico propio, (...) junto con la cada vez más menguante identificación de los directivos con su Agrupación –a no ser para personalizar en ellos la propia asociación impidiendo una mayor participación de las “bases”-; se encuentran algunos de los problemas actuales causa del deterioro de la Semana Santa en Cartagena.
Las agrupaciones quieren mostrar su crecimiento –convirtiendo en caricatura el hecho procesionil-, añadiendo más tercios a las procesiones, añadiendo más tronos de más que dudable devoción y valoración artística, reciclando imágenes desechadas en otras épocas de mayor conciencia causal que evidentemente no soportan el paso del tiempo y aún menos pueden ser soportados por quienes gritan los “vivas” debajo del trono de oferta. (...) La adquisición de imágenes de talla en madera del escultor local José Hernández vienen a fundar el remedio que la Cofradía california desea implantar frente al vacío artístico actual: dar una nueva homogeneidad como tuviera antiguamente Benlliure en la california, Capúz en la marraja o Collaut Valera en la del resucitado. No puedo decir que la adquisición e inclusión de las tallas de dicho escultor en las procesiones sea todo un riesgo –que el arte siempre lo es- (...) pero es un comienzo.
Sólo recordar que el último escultor que innovó, y por lo tanto, que modernizó el fondo artístico de las procesiones fue Capúz cerca de los años 30. Tanto innovó que incluso hoy hay quien se cuestiona la idoneidad de algunas de sus tallas en una procesión “porque no son hermosas” bajo los cánones de belleza a los que estamos acostumbrados -escultura barroca, recordemos, siglo XVIII. Si alguna cosa fueron alguna vez las procesiones de Cartagena, a parte de marciales, castrenses, etc., es su definición como artísticamente ricas, pero cada vez que asisto a un desfile no observo más que su descomposición con falsas obras de arte, con imágenes del belén del todo a 1 euro de la esquina, mientras los penitentes intentan no perder un paso militar que sólo se mantiene en el recuerdo de una ciudad que un día fue uno de los grandes puertos del Mediterráneo.



A modo de conclusión, remarcar que la Semana Santa en Cartagena no fue hecha para la fe ni para el hecho eclesiástico, al igual que Hitchcock no hizo, por ejemplo, Con la Muerte en los Talones para explicar que el personaje de James Mason lo que pretendía era vender secretos de Estado. La Semana Santa se desarrolló con la ciudad, representando en sí misma a la ciudad, porque era la manifestación de sus habitantes por la ciudad tomando como pretexto la fe. Pero si ahora esta ciudadanía va separada cada vez más de este hecho procesionil, y la fastuosidad a la que llegaron el espectáculo de las procesiones resulta ya no sólo indiferente sino hastía para los propios cartageneros –excepto para un grupo cada vez más minoritario de incondicionales-, sólo nos queda la excusa del hecho, sólo nos queda saber qué contenían las botellas de vino que guardaba con tanto recelo Claude Rains en Encadenados siendo indiferentes ante el universo fílmico al que nos invita Hitchcock, ante el beso final entre Cary Grant e Ingrid Bergman.




Cenzo. Revista Malco, nº0, abril 2009.

jueves, 2 de abril de 2009

Capítulo XI: tenemos que hablar...



Un año después de aquel estreno, de aquel viaje, de aquel avión... y todavía me pregunto cómo esta obra ha relatado los días sucesivos, y los meses... hasta este sábado, un año después, con aforo diferente y un Vincent diferente.

Cuatro personajes sin nombre, sin identidad, pero con un buen archivo de sentimientos no ordenados, de escenas vividas y abiertas todavía, de lágrimas derramadas y otras reservadas. Una pareja, mas otras dos encima de un escenario. Quizá una sola pareja, quizá un solo adiós, quizá el escenario que el espectador quiera proyectar. Una intersección de sentimientos, vivencias compartidas y cruzadas, una forma de sentir, una única salida, diferentes motivos para cogerla, diferentes trabas para no aceptarla.

Uno de mis mejores amigos, Alberto Giner, autor de Cinco(...ynodejarnuncadeamarte) retoma el maltrecho corazón humano en una obra íntima, tragicómica en el género, de cuidada escena, vestuario, música y coreografía para volver a situar al espectador frente a sí mismo, reavivando sus miedos, deseos y experiencias, y mostrándole cómo disfruta auto torturándose, alimentándose de su memoria sin razón y recreándose en el recuerdo.
La fuerza de los actores, el certero y poético uso del lenguaje, los diálogos despiertos y vivos y la prácticamente inexistencia de atrezzo ayuda a que recaiga en el espectador el protagonismo total de la obra, que sea partícipe de ella, juegue en un tablero meticulosamente diseñado que no causa indiferencia sino complicidad, en un espacio conocido de difícil ubicación física: su propio de seo de amar.


"(con charcos en los ojos)"

sábado 4 de Abril
a las 21:00 horas
Teatre Arniches
Avda. de Aguilera, 1
ALICANTE

dentro del II Ciclo de Intérpretes Alicantinos


entradas YA LA VENTA

sala: http://teatres.gva.es
Servicam: http://www.servicam.com

martes, 24 de marzo de 2009

Capítulo X

Scarlett. La misteriosa Scarlett. La farsante e inflexible Scarlett. La corta e intensa convivencia con ella se ha convertido en aire. Apenas unos meses, ese será todo el tiempo que tengamos nunca juntos. Ni un segundo más, ni ahora ni nunca. Ahora ni siquiera me queda el recuerdo de ese tiempo porque la incoherencia de los últimos días me lo eclipsa, porque los momentos felices –deseados, fingidos o no- se han convertido en aire, y el aire es nada. Todo lo que hemos compartido se ha desvanecido, y lo peor es que echo la vista atrás y no me veo en ese tiempo. Me imagino interaccionando con ella –conociéndonos, paseando por la ciudad, huyendo de la lluvia en un café, escribiendo cartas y comentando las noticias, leyendo en voz alta, cocinando, follando, riendo, descubriéndonos, mojándonos- pero no me creo, o mejor, no quiero creerme. En serio que pienso que ese era un actor, un alter ego mío intentando llevar una relación normal, contento por unos cómodos zapatos viejos que me eran extraños. Pero esos zapatos no eran los únicos extraños, porque todo lo vivido –conocernos, pasear por la ciudad, huir de la lluvia en un café, escribir cartas y comentar las noticias, leer en voz alta, cocinar, follar, reír, descubrir- tampoco vive en mi. El caso es que no me cansé, no antes que ella. Me dejé llevar y he pagado su precio, aunque no me siento en absoluto culpable. Desde luego que no. Hice de nuestra relación un seguro de vida, un lugar de unión y una demostración de poder. Nuestra vida en común parecía exenta de toda dificultad: atractivos, de buena familia aunque algo desestructurada, supongo que de ahí el punto canalla y autodestructivo respectivamente. Cultos, sofisticados y excéntricos, cosmopolitas y aventureros, divertidos –al menos entre nosotros-, encantados en un principio de habernos conocido –el uno a la otra, y cada cual a sí mismo-, en el lugar idóneo y a la hora señalada, afortunados por haber despertado juntos la primera noche, porque de no haber sido así no habría habido ninguna otra noche, ni ningún otro día. El mundo debería haber sido nuestro por ley natural.




La vi por primera vez en una galería de arte, o mejor dicho, de camino a la galería. Cruzamos nuestras miradas ese mismo día en una calle del Raval barcelonés. Apenas unos minutos antes estaba en mi apartamento dejándome secuestrar por uno de mis amigos, y fue, disfrutando del placer de la barra libre, cuando entró en la exposición, poco tiempo antes de iniciar un estúpido e infantil baile de miradas y acercamientos físicos. Era mi distracción esa noche, la licencia para jugar a huir de lo duro de mi mundo absurdo y enmascararme de una seguridad que ocultara mis nulas dotes para enfrentarme a él, a mi mundo, con cierta solvencia. La casualidad hizo que tiempo después siguiéramos ese ingenuo baile en la primera fila de un concierto de poca afluencia. Ahora, con la perspectiva que me otorga la cota donde me sitúa el tiempo, veo la metáfora del inicio. Buscándonos entre el humo de la sala, bajo una lluvia de globos amarillos convertida en guerra de materias que nos golpeaban más abajo de nuestras cinturas. Ráfagas de aire ovalado y amarillo pasando por encima de nuestras cabezas y nosotros, cada cual en su bando, tomando rehenes que actuaran como cómplices del asedio hasta acabar luchando solos, desnudos, en la que sería nuestra war room. Fui descubriendo sus armas, y desmontando su estrategia poco a poco, porque en realidad toda esta batalla preadolescente estaba basada en una miopía galopante. Todo mi caparazón de seguridad y entereza, de felicidad y comodidad, de madurez y sofisticación, iba siendo abrasado por el ácido que ella utilizaba para limpiar sus ojos. Ojos entonces claros, graduados, limpios de aire y de humo, en fin, de todo aquello en lo que se convirtió nuestra relación, en lo que nos convertimos nosotros. No hemos sido más que unos ciegos que ideaban su imperio con ladrillo ovalado y amarillo, imposible de cimentar, sin base sobre la que construir nada que no fuera totalmente efímero. Pero era normal, sí, no podía engañarme, no podía engañarla, menos aun cuando volví a divisar una utopía que me hizo recuperar el recuerdo del hogar soñado, y tomar la convicción de que todo es posible, y al mismo tiempo saber que nada es real.

El día en que se marchó Scarlett fue el día en que me conciencié del hecho de que siempre he estado solo. Estaba enfermo, muy enfermo. Ella salió de mi apartamento a las ocho de la mañana mientras yo reposaba en nuestro Titanic particular. Cuando me incorporé entendí por qué había salido una hora más tarde de lo normal. Los cajones estaban abiertos, mi ropa revuelta y no había resto de sus maletas. Recordé algo de la noche anterior, cuando en mi convalecencia y consumido por las drogas legales, identifiqué palabras como “distanciamiento”, “infelicidad”, “límite” y “no voy a quedarme esta noche”. Estoy seguro de esta última frase porque creo que yo no paraba de repetirle que necesitaba una ducha, una cena caliente, dormir y que ella estuviera a mi lado. Comprobé que pude persuadirla de esta plegaria y recordé, al encontrarme con la misma ropa que el día anterior y por los quejidos que emergían desde mi estómago, que no hubo ni ducha ni cena: sólo cama, sólo sueño y un último viaje juntos en el Titanic. Hasta me parece gracioso el pseudónimo que le puso sabiendo el destino final de ambas maquinarias: su hundimiento.
Transité por la casa hasta acabar de montar el rompecabezas de todo esto. El baño estaba intacto, y sus cosas de aseo en el sitio de siempre. Tampoco había cogido la ropa limpia del tendedero, ni la sucia del cesto. Intenté dormir un poco más y, sí, por qué no decirlo, intenté llorar(me), pero ambas cosas fueron imposibles. Llené una maleta con la ropa y enseres que le quedaban, perfectamente doblados, ordenados y clasificados por colores, tamaño e importancia. Dispuse la maleta en el recibidor y esperé su regreso hasta dos horas después de su salida del trabajo, momento en que recibí un mensaje al teléfono donde leía “Hoy no. Un beso”. Sólo entonces decidí salir de casa y afrontar una calle que hacía tres días que no pisaba. A partir de ese momento creo que fue cuando el personaje que escribí en esas páginas sobre la gran tragedia del hombre contemporáneo apareció convertido en mi mismo, es decir, yo me creí mi propio personaje hasta el punto en que yo no era yo, sino él, pasando a formar parte de la fértil y recurrente épica del fracaso y la imposibilidad de vivir en pareja con sólo veintiocho años.

Me duché, me afeité y me vestí con el nuevo traje de sastre a medida recién sacado del taller . Como un emperador que busca la cohorte, cené en el restaurante vasco de la esquina y entonces empezó la función. Sin reparar en gastos ni medida obligué al personal a realizar un despliegue de atenciones sin precedentes. Elegí el marisco del acuario, obligué a que me dieran a degustar algunos platos de la carta en pequeñas raciones, pedí Beluga sólo por curiosidad y derroche, sin haberlo degustado en la vida y con el convencimiento de que no me gustaría. Descorché botellas de champagne francés y las compartí con mis vecinos comensales, pedí toda la carta de postres y ordené que los amontonaran sobre un carrito de catering que debían situar a mi lado izquierdo… todo corriendo, sin freno, como mi lengua, y los cigarrillos que empezaba y no acababa, y los resoplidos de humo, y los devaneos y sudores que brotaban de mi frente todavía por la fiebre, y las llamadas al personal, y ciertas actitudes altivas hacia el resto de comensales, haciendo gala en todo momento de mi exceso de educación y misantropía. Aproximadamente a las tres de la madrugada volví a mi apartamento. Arrastré la maleta con sus pertenencias hasta el cuarto de baño, la abrí, me desnudé y probé sus maquillajes y la totalidad de sus prendas, utilicé sus cremas y perfumes para masturbarme más tarde con la inestimable ayuda de su ropa interior, uno de sus pantalones tapándome hasta las rodillas y una de sus camisetas anudada a mi cuello. Viendo porno por internet con las ventanas abiertas con más miedo que vergüenza. Viendo una y otra vez su mensaje del "hoy no”. Leyendo y releyendo los textos que apuntó en mi libreta donde me juraba que cualquier cosa que yo hiciera le volvía loca. Maldiciendo las innumerables notas de mantenimiento personal que me colgaba en la nevera, dentro de mis libros o delante del televisor, donde me apuntaba el estilo de vida que debería llevar, las palabras en inglés que debía conocer, los minutos de televisión que me permitía ver y la rutina que deseaba tener conmigo. Demasiada disciplina para mí. No, no hubiera durado demasiado. Como siempre ha sucedido, me habría agotado al poco tiempo, pero el caso es que no fue así. Fue ella quien se cansó de mí, de mi falta de atención, de mi incomprensible ausencia de detalles, incluso de mi arrogancia. De la aleatoriedad de mis decisiones y la poca organización de mis días, de mi agresividad y de mi impredecibilidad. Cualquiera que la hubiera oído entonces no hubiera dado crédito a lo que predicaba sobre mí, pero quizá sí, quizá yo sea así para con quien quiera acercarse a mi vida. Ahora sólo me queda el sin sentido de todo, la búsqueda de una lógica que me ofrezca una explicación razonada de lo que pasó, pero sé que dicha lógica no reside en mi. Me queda eso y el volver a afirmar que todo lo importante en mi vida se me escapa por el rabillo del ojo, y estoy cansado, cansado de ser el culpable, cansado de ser la víctima, cansado de mi mente y mi pensamiento, cansado de mi imagen, cansado de mis actos y mi pasividad; aunque sé que el cansancio está siempre a un paso de la victoria en este perro mundo, sí, sobre todo ahora que cuando más hastiado me encuentro se me presentan oportunidades que no puedo rechazar, pero lo cierto es que tampoco existe razón alguna que pueda justificarlo.




Hace apenas unas horas la he vuelto a ver. Le he entregado la maleta y ni he mostrado interés cuando me ha confesado que no quería construir un futuro conmigo aun sin tener nada en mi contra. Deseaba tener una relación normal, al menos para salvar lo felices que fuimos en un tiempo. Todo un detalle por su parte. Ahora, enredado con el repaso a cada desgracia sucedida en mi corta y trágica vida sentimental, y tras mi rotundo adiós, me queda el sentimiento de pérdida de alguien que formó parte de mi vida de una forma tan íntima y marcial, con la certeza de que ya ninguno de nuestros caminos se cruzarán jamás. Es duro sentir que alguien ha muerto para ti, pero creo que eso es lo único que he hecho durante estos últimos cinco años: matar y resucitar a gente, cómodamente sentado en el colchón de mi autocomplacencia… y seguramente, al imaginarme ella en ese colchón, fue lo que forzó su alejamiento y su marcha final, no mi supuesta reticencia a cumplir sus puntos sobre el mantenimiento y el estado de nuestra relación. Eso y el no saber matar a alguien más, o mejor dicho, mantenerle vivo.

sábado, 28 de febrero de 2009

Repitiendo la historia

Tendemos a pensar nuestra vida como una ficción, tratamos de vivirla como si fuéramos personajes codificados en un guión escrito por la providencia y el azar; y creemos que estos mismos realizadores nos procuran situaciones donde la casualidad hace el papel del destino, y el destino nos sirve la entradilla para pronunciar el “quizá es lo que debía de pasar”. Sabemos que nuestra individualidad es un número del todo despreciable en las cuentas del universo. No somos nada en comparación a eso, simple calderilla de la eternidad; y sin embargo nos comportamos como si el peso de cada una de nuestras acciones fuera a inclinar la balanza en uno u otro sentido, como si una elección nuestra, ajena al premeditado escenario donde actuamos, iniciara una reacción determinante sobre nuestro futuro y el de nuestro entorno; incluso pensar que la casualidad puede ser creada. Mientras tanto seguimos promulgando que no somos más que energía desesperada, reciclable y perdida, una pura coincidencia, un puto error de vete a saber qué caprichosos átomos, donde Dios no tiene ni nunca tuvo que ver. Buscamos, buscamos respuestas, buscamos puntos de encuentro, buscamos datos, casualidades, magia, airadamente.

Un hombre, con mentalidad de niño, infantil, pierde a alguien y piensa que esa muerte le anuncia el comienzo de otra vida más adulta que le exime de la temida responsabilidad de ser querido por nadie a cualquier precio, pero entonces ya está jodido, condenado. Y lo está porque ese alguien no volverá nunca; es un capítulo cerrado, corregido, impreso, encuadernado y vendido, sin posibilidad alguna de ser modificado. Así debe ser y así es, porque es la única forma de poder soportarlo, de continuar escribiendo hasta el punto final, cuando quiera que haya de llegar. Sí, lo sé, es una puta mierda sentirse así, pero es mucho mejor que abandonar la libreta donde se apuntan esas ideas que sitúo al nivel de cualquier garabato realizado por el escupitajo de un Miró, un Tàpies o un Chillida y que pocas veces serán compartidas. Sí, es mucho mejor autolesionarse pensando en lo genial que me parece la autofelación y lo bien que huele mis excrementos a dejar que el mundo te pase por encima sin poder ofrecer resistencia. Sí, es mejor aceptar que ese alguien sigue vivo en los escritos que esconderle bajo una retórica incompleta y demasiado novel.

Desde este punto estoy intentando tomar el control de mi vida, de veras. Necesito reordenar mi día a día y doblegarme ante la rutina, porque el sinsentido de los últimos meses, a pesar de construir una forma de status alternativo tan válido como cualquier otro, me está sirviendo de poco. He empezado a disminuir la predisposición a sentirme intoxicado, y a cumplir unos horarios espartanos: dormir de noche en vez de enlazar fellinis con antonionis o bergmans y amanecer en el sofá del salón dispuesto a digerir las primeras noticias del día; comer y cenar sistemáticamente a las mismas horas, comida elaborada por mí mismo, con el margen de preparación que eso requiere; no beber antes de que se ponga el sol; dejar de fumar; hacer ejercicio, es decir, apuntarme al gimnasio y cumplir fielmente el horario que me marque el entrenador; no estar demasiado tiempo delante del portátil, en casa sin nada que hacer mas que dar vueltas y vueltas sobre el todopoderoso Yo en vez de intentar montar y sentarme en el escritorio con el propósito de trabajar. Aunque me vanaglorie de lo alternativo de mi día a día, sé que no es para sentirse excesivamente orgulloso. Algo me dice que de momento debo modular la exigencia de mis expectativas vitales, no esperar recuperar el estatus económico ni el nivel de mando al que solía estar acostumbrado que ya sólo reside en un currículum pocas veces visitado. Quizá por todo esto acepté darle clases particulares de Literatura e Historia a Víctor, a ver si saca la selectividad, y también, por qué no decirlo, porque me gusta la visión de sus pies grandes dentro de esos calcetines, y su pelo rubio encrespado y algo sucio, y la voz grave que sale de esa garganta tan fina y frágil, y el aroma denso e infantil que le acaricia el cuello, y porque soy tan morboso que no puedo quitarme de la cabeza la escena que me explicó sucedida en la cama que se encuentra justo en la habitación donde trabajamos.

Al parecer estoy siguiendo todo lo mejor que puedo las indicaciones de mis preocupados amigos: disciplinarme, relajarme, observar, calma, papel y lápiz. Conozco bien el método, y hasta a veces lo aplico sorprendido por mi fuerza de voluntad, pero lo cierto es que me paso las horas inmóvil, tocándome la oreja, frente al portátil, con la mirada perdida frente al cristal líquido, y cuando me pregunto por qué no se mueve el cursor, qué coño hace parpadeando continuamente sin intención alguna de avanzar, siento cómo se me endurece el gesto y hasta se me acartona la garganta. Porque ahora he llegado a otro nivel vital que contradice todo lo anteriormente teorizado. Porque debo encontrar quién soy y dónde estoy ahora. Porque Madrid… Porque no he vuelto a Canadá… Porque no hay cosa más difícil que encontrar una frase, una palabra, y que esa palabra contenga todo el sentido de lo que tienes en la cabeza, y más adentro, y la dosis correcta de originalidad que no haga precipitar el apunte hacia lo obsoleto. Aunque la verdad, no sé en qué momento decidí no aceptar nada que no contuviera un algo que ocultara mi incipiente ignorancia sobre todo, y también mis nulas dotes como escritor. No sé en qué momento pensé que todo esto pudiera ser relevante. No recuerdo bajo el efecto de qué estupefaciente soñé con el reconocimiento.

Sí, ahora sí.

En los días de verano que pasaba de pequeño junto a mi abuelo, me solía decir que la vida era todo escuchar, esperar y callar, y no se privó de repetírmelo cada vez que me hablaba de la familia y de la dignidad del trabajo, de los negocios que se pierden, esos por los que no luchó y que vio morir uno a uno frente a su rostro impasible, del respeto por quien se te avanza, de lo cristiano del poner la mejilla, de que los últimos serán los primeros, de la felicidad de la sencillez...


La última vez que le vi fue un minuto después que muriera. Le vi a través de la ventana de su habitación, desde la calle, su cadáver estirado sobre la cama, y lo primero que me vino a la cabeza fue esa sentencia, eso que me dejaba como herencia; pero, ¿herencia de qué? Quería descubrir si esa clave era lo único que debía acometer para conseguir la felicidad, y juro que durante demasiados años he intentado cumplir su máxima con el convencimiento casi absoluto de que su contravención me privaría de seguir ese camino que me convertiría al fin en un hombre adulto y responsable, consecuente consigo mismo: en un hombre sin resentimientos. Escuchar, esperar y callar, abuelo. Pues no ha funcionado. No ha funcionado. No he sabido esperar, siempre he ido demasiado rápido, y no sólo no he sabido callar sino que mi insistencia por que hablara también ha acabado conmigo, con lo nuestro. El tiempo nunca me dio la razón, aunque todo lo que escuche mientras calle resbale como una gota por mi mentón y yazca sobre otras confesiones sobre mi piel. Capas y capas de confesiones que me visten, con las que cargo y que recuerdo a la perfección. Pero no sé afrontarlas.


Yo podría ser ese hombre infantil del que hablaba. De hecho creo que lo soy. Por lo demás no soy distinto a cualquier otro: vivo mi vida como una ficción, y ver lo jodidamente necio que puedo llegar a ser es algo que hoy me perturba hasta límites poco aconsejables.
A veces me sorprendo diciéndome a mí mismo que ignoro el origen de mi comportamiento, pero creo ser perfectamente consciente de por qué repito la historia de los que ya no están. Cambian el escenario y los personajes, pero no lo hacen la trama ni el argumento. Y el mensaje es el mismo.
Igual que las novelas que escribimos son relecturas, reinterpretaciones de aquello que ya está escrito, creemos que lo mismo sucede con nuestras vidas; y más nos vale apearnos de este tren si no queremos llevar un cadáver a nuestras espaldas. Así que supongo que eso es lo que debería hacer, volver a girar sobre el mundo, subirme a la ruleta de la fortuna, pensar mi vida como una ficción y vivirla como si lo fuera. Mi miedo no es sino el miedo del hombre, el miedo del escritor, el miedo a la página en blanco, a no dar la talla, a no saber hacerlo mejor que los que nos precedieron. Y vuelta a empezar. Hoy hace un año conocí a mi imposibilidad de amar, y hoy se ha acabado de la misma forma que entonces la mentira de mi vida en pareja. Quizá deba abandonar mi suerte al repetir la historia.