domingo, 9 de agosto de 2009

Capítulo XIII (i)



- Veo que te ha sentado bien la distancia, te encuentro tremendo.
Jorge me dice esto mientras gira con la precisión de un cirujano su té frío ontherocks sobre la barra. Estamos en Gràcia, en el bar que ha elegido su novia para celebrar su cumpleaños. Después de deambular por una ciudad que se me presentaba ajena por lo poco que la frecuentaba, he sentido la necesidad de tomar una dosis de realidad reencontrándome con gente que hacía meses que no veía. Así que me he presentado por sorpresa en la fiesta, con una bolsa en la mano cuyo contenido era no reparado en gastos. Sí, el contenido del regalo debía de ser proporcional a la inyección de autoestima que esperaba recibir con mi reaparición, porque en realidad eso era lo único que tenía intención de escuchar esta noche. Eso y el permitirme el adjetivo social delante del sustantivo bebedor.
Cuando el camarero nos deja de nuevo a solas dos rondas más tarde, Jorge parece querer aguantarse la risa, como si fuera un adolescente estúpido e hiperhormonado en lugar de ese ciudadano educado y respetable que es. Le señalo lo especialmente risueño que le veo esta noche y es cuando empieza a descojonarse, pero a mí me empieza a doler la cabeza de una manera apabullante, casi cinematográfica, como si alguien la hubiera metido dentro de una prensa hidráulica. Será que estoy tan

sensible…
- La última frase ha sobrado.
- No lo creo Vincent. Deberías aprender de una vez lo que te está intentando enseñar la vida. Mostrarte menos insolente, admitir tus límites y no ser tan pretencioso; al menos hasta que los responsables de recursos humanos se comiencen a percatar del gran –entrecomillando- valor humano que adquirirían contigo en su plantilla. ¿No es lo que quieres?
- ¿Se comiencen? –digo-. Veo que el té prefabricado disminuye tu sintaxis.
Jorge lo deja correr, porque sabe y sé que merezco mucho más que un correctivo verbal. De hecho ahora enlazo de manera estúpida esta idea con el recuerdo de las veces que mis compañeros de instituto me recriminaban el ser más académico que los propios académicos. Sé que necesito un hachazo bien dado en mitad de esta mente retorcida, pero hoy no es el momento porque hoy no quiero sentirme como un niño irresponsable delante de un padre, quiero decir, de Jorge, sin recursos para domarme.
No nos volvemos a encontrar hasta que empiezan a servir los canapés. Para mitigar mi ansiedad paranoide delante de él escenifico la curación de mi fastuosa migraña conversando alegremente y pidiendo más copas sin importar si tengo o no los tickets de consumición gratis que me entregó la novia. Para mitigar mi ansiedad paranoide delante de él escenifico la curación de mi fastuosa migraña conversando alegremente y pidiendo más copas sin importar si tengo o no los tickets de consumición gratis que me entregó la novia. Para mitigar -¿me oyes?- mi ansiedad paranoide delante de él escenifico la curación de mi fastuosa migraña conversando alegremente y pidiendo más copas -¡ey!- sin importar si tengo o no los tickets de consumición gratis que me entregó la novia, pero paso de refrescos gaseosos y quiero evitar oír al camarero pedirme los euros de más que debo entregar por la bebida. Mi cartera vuelve a sangrar.
- Vincent, ¿me oyes?
Salgo a fumar a la puerta y reviso el contacto de mi agenda que me abra las puertas de la noche. Cuando regreso dos tercios de la gente que deambulaba simuladamente amable había desaparecido.
- He quedado con Carlos en el Adonis y ya llego tarde, así que yo también abandono el local.
- Si quieres te acerco yo; si no mejor que te esperes un poco más porque no sé si podrás llegar en buen estado.
- No estoy borracho. ¿ . . . ? –o creo que sólo arqueé mis cejas.
Antes de que me diera cuenta el viento golpeaba mi nuca haciendo ya imperceptible mi dolor de cabeza. Galopando sobre su BMW K1200r Sport y agarrado a su cintura parece como si fueran las calles quienes se movieran a nuestro paso, iniciando con este chroma key mi nueva ficción cinematográfica.
Con una mano en alto, ligeramente recostada sobre la cabeza a modo de despedida –una postura digna de un retrasado mental- veo alejarse la semicarenada bávara como un caza imperial, reflejando su descarada sonrisa roja sobre el asfalto antes de desaparecer súbitamente por la esquina. ¿Dónde estoy? Ah sí, procurando terminar lo que he empezado.



Entro en el hall del bar abriéndome paso a empujones hasta la puerta del lavabo, mirando hacia atrás cada medio segundo por si hubiera alguien nuevo que se me escapara. Aún así el local no ofrece ningún tipo de intimidad ni rincón donde uno pueda estar a salvo de las miradas de los transeúntes callejeros. No puedo reconocer a la gente y parece que nadie se da cuenta de mi llegada ya que no hay lazarillos que me guíen hacia mi salvación, pero igualmente camino deprisa tan sereno como puedo hasta llegar al wáter cuando Carlos me coge del brazo. Me abrazo a él y nos abalanzamos hacia la barra que se dobla y recoge mi cuerpo sin rechistar. Me sonríe sin ofrecerme poca cosa más humana pero es que Carlos ya se ha convertido en un objeto que forma parte indivisible de la decoración de este bar. Incluso mientras me habla dedico algo de tiempo en pensar lo combinado de su camisa con el nuevo papel de pared. Además, Carlos pocas veces regala afecto a no ser que sea interesadamente necesario, aunque quizá sólo sean los rasgos de mi carácter proyectados sobre su rostro.
- Qué Vicen, ¿cuántas llevas ya?
- No sé, me han traído aquí y creo que no demasiado contento.
- ¿Qué has hecho ya?
- No sé, necesito una copa. Estoy muy pedo. Pide tú que a mí me da la risa. ¿Has visto a Alex?
- Sí –responde mientras introduzco mi dedo anular entre la etiqueta que tiene cosida en un hombro, enganchándolo a ella como si mi equilibrio dependiera de la tela.
- ¿Dónde está?
- Bah, ya le conoces. Ha visto en uno la posibilidad de subvención para el bolso de Gucci que le gustaba y se ha largado con él. ¿Estás bien?
- No sé, necesito una copa –me yergo alejado de la barra mientras me plancho la camisa mirándome al espejo del aparador de la bebida.- Creo que estoy bastante pedo. ¿Estás solo?
- No, estamos todas esperándote. Allí.
Carlos señala la única mesa del bar en la que hay gente sentada. Me miran, y yo sé que saben que he vuelto a las andadas y que he estado toda la noche bebiendo y mendigando por las calles y los bares en busca de noséquién que sea al que le toque esta noche. Lo veo en sus ojos, y ellos en los míos porque a estas alturas no puedo esconderme de nada. Pase lo que pase no debo no debo alejarme de la barra no debo sentarme debo con ellos, no saluda alegre no vayas a la mesa. Bajo ningún concepto. Quiero algo de superficialidad esta noche. Si me siento entre diseñadores, fotógrafos, joyeros independientes, sastres, productores de tejidos, escritores, todos vino con blanco en la copa alternativos virtuosos de un club que no grupo, hablar del grupo, los proyectos… Soy limitado y no tan peligroso como ellos. Tengo que ir al baño a mear. Me excuso –dí que voy ahora. Sí, diles que ahora salgo pero déjame el mojito en la barra, ¿vale?
Me giro directo al baño cuando empiezo a sentirme culpable por haberle dejado así; y porque ahora me siento tan solo, tan al alcance del juicio de cualquiera que el bar me abre espacio y se alarga como un jodido refugio de guerra convertido en harén. Soy objetivo fácil para el derribo, para el acoso y para el arrepentimiento. Cualquiera que pueda verme sabrá que mi inseguridad resurge inconfundible. Esa mirada presa del pánico, encendida, buscando obstáculos invisibles; la nuca y los hombros rígidos como esperando que alguien me dé un zarpazo o cuelgue un nudo a mi cuello. Sí que se me ve, y saben que algo no va muy bien, lo intuyen, sé que lo saben.
Una percepción que va más allá de la simple ejecución ocular, del combo de percusión cardiovascular y del sonoro rugido de esta meada tan larga. Los de la mesa saben que estoy dejando de ser uno de ellos, y saben que tampoco formo parte de nada en absoluto. Saben que no tengo dirección ni procedencia, ni ya inquietudes ni tiempo. Saben que ahora soy todo lo productivo que la maquinaria multinacional regula que se sea, y saben que esa promesa de algo o de alguien se ha debilitado y convertido en un despojo, en un dependiente, en uno más. Estoy volviendo a ser algo paranoico, lo sé, pero es que esta falta de autonomía, esta improductividad creativa, esta pérdida de autenticidad de mi vida, la sensación de soledad y de decepción respecto al resto no es nada fácil de asumir. Nada fácil. No veo la copa, así que prefiero volver al otro extremo de la barra donde nadie en esa mesa pueda ver que estoy. ¿Qué le contesto al camarero cuando me diga que Carlos se la ha llevado? ¿Que ya me la he bebido? ¿Que se ha volcado sobre la mesa? No sé ya qué cojones hacer. Estoy apretando los puños y los dientes como una bestia parda, y doy vueltas en rotación sobre mi eje gravitatorio sin parar. Noto cómo ceden los cartílagos de la mandíbula y me puede un ansia enorme de asesinar a alguien a puñetazos. Soy un cordero, merezco la horca. No, soy un iluso que sólo necesita una copa y una noche lo más zorramente superficial posible. Así que me siento sobre el taburete de la barra y le pido al camarero un mojito. Me mira extrañado y me pregunta si es que vamos fuertes esta noche, pero como esta noche no recuerdo su nombre, que puede ser cualquier nombre, sólo le sonrío. No deja de mirarme hasta que se aparta lo suficiente para que pueda volver a ver mi rostro reflejado en el espejo y partirme de la risa por no decir llorar de vergüenza. Al cabo de no demasiado tiempo el camarero dispone una tabla de madera frente a mí. Aparece con un vaso y una coctelera y comienza el ritual. Vierte dos o tres cucharadas soperas de azúcar moreno, exprime una lima cuyo jugo transita desde su muñeca hasta la comisura del vaso, le añade unas ramas de hierbabuena y los restos de la lima que presiona con un mortero. Dios, el crujir de los granos de azúcar contra el cristal me produce una excitación comparable al momento en que le bajas los calzoncillos a tu amante, y es que lo estoy tanto –excitado- y tan nervioso por ser la primera vez que tengo que fumarme dos cigarros antes de poder beberme el primer trago que cuando lo hago casi me apeo involuntariamente del taburete. Empiezo a sentirme revuelto, contento y desinhibido lo que quiere decir que está funcionando. Quizá demasiado bien. Cojo mis bártulos y salgo a la calle. Me había prometido a mí mismo no entrar nunca a ese bar gay pero sé que los conocidos que tengo dentro van a servirme en bandeja el pasaporte a mis deseos. Cojo el coche haciendo batir el asfalto agotado bajo sus ruedas gritando con Jarvis que quiero vivir con gente común y el tabaco se fuga de mis pulmones como un par de velas desplegadas al aire tibio de la noche de verano enredando enredándome la corbata al viento necesito parar para saber para respirar para…

Respirar.

Hondo.



Profundo también cruzando la Diagonal hasta la Gran Vía desierta. Se abre mi primera barrera y aparco. Abro la puerta y desciendo lo más elegantemente que me permite mi intoxicación. El brazo se engancha con el cinturón de seguridad y casi tropiezo y me caigo desde una peligrosa altura de veintiún centímetros de veintiún que imagino que debe tener ése camino ligero manteniendo el equilibrio entre un manto de cucarachas que desfila junto a mi camino a la puerta del garito y hasta parece que crujen cuando se cruzan con otra cucaracha o un coche veloz frente a ellas. Me he dejado el tabaco en el coche y no he cerrado las puertas así que escupo trozos de hierbabuena y humo que asciende por las fachadas iluminadas de los edificios y emborronan carteles de transportes ¡Passssssssssseig! ¡Que no se despierten! al volver al parking. Salgo corriendo calle abajo y doblo cuando llego a la Ronda de Sant Pere y poco a poco me adentro en la humedad de la calle del cuarto oscuro del cielo, parpadean los semáforos y las luces de las farolas como luciérnagas en una charca, enfangadas e intoxicadas, riendo lanzando disparos lejanos. Camino hasta la fachada frente al bar donde apoyo mi espalda y espero el fuego cruzado. A lo lejos veo moverse siluetas de cartón como un pelotón de tropas enemigas sobre el fondo colorarcoiristrópico que abre paso hacia el subsuelo y pienso que las cucarachas en verano no podrían estar en otro sitio mejor, por decir algo, cerca del arco de triunfo o pasadas por el arco y yo en este bar, otra cucaracha más, porque tengo sed de todo –y de pronto esto último me hace reír porque nunca pensé que yo fuera posible que fuera posible cómo es posible.




Ralentizo mis movimientos cruzando la calle sin tráfico derecho al portero del bar al que ni miro y sin bajar velocidad me abre la cinta como juez de un corredor de fondo que llega a la meta y ya estoy en el estado clasificatorio como todos los que me acompañan en el vestíbulo del purgatorio del fu7ur0 atestado de prendas, de moda y de carne; oh, sí. En realidad no sé qué de las tres cosas me produce más arcadas, pero el confort de la moqueta me transporta hasta una completa oscuridad donde el público que baila me lleva en volandas hasta la barra y yo en mi globo intento hacerme entender porque pienso demasiado rapidísimo o todo lo contrario y las letras se me amontonan y nadie aquí ha pedido nunca un whisky solo y el camarero está perdiendo la paciencia porque cree que le estoy vacilando mientras yo le digo que me ponga un escocés cualquiera pero le tengo que explicar el por qué de las faldas a cuadros y cree que voy de listillo y estrecha mi mano de dinero pero no entiendo una sola palabra de lo que me responde, así que mantengo mi compostura como si fuera un actor de método aunque mis ojos deben seguir hablando por mi y miran a toda esa gente comprando al peso su libertad de fin de semana orgullosos de no tener encima la puerta del armario exhibiendo los pasos de baile ensayados en su cuarto de baño, posando sin camiseta esta vez sin cámara de fotos ni flash expulsado del espejo, y todo esto rebota en las paredes de mi cráneo, rebotando en las paredes de mi cráneo agitado por los bajos de la música que suena y baja al entrar al baño que es una exposición de videoarte pornográfico lleno de mirones desesperados y yo en el altar central cual sacrificio, cubriendo las cuencas de mis ojos de agua y empapando mi cara una y otra vez que giro sin perder la posición de noventa grados a la altura de un degradado de éxtasis de ¿qué es eso?... ¿de veras?... ¿de veras es una erección?

Vuelvo a entrar en la sala y sí, allí está, mi pasaporte.


martes, 4 de agosto de 2009

Capítulo XII




Marcos formaba parte de mi vida mucho antes de que yo lo supiera. Su nombre apareció en mi lista de contactos telefónicos cual errante nocturno. Mi trazo describía sus letras, un conjunto desconocido, unos números no recordados y convencido de que en la vida había cruzado una sola mirada con él. Mi curiosidad al respecto propuso a mi valentía dejar sonar más de dos tonos hasta oír una voz. Ni su fuerte acento francés ni su aparente satisfacción por mi llamada lograron ponerme sobre la pista del por qué de su existencia en mi libreta, pero la conversación confiada y fluida restó importancia a este hecho. Acepté simplemente que esos números debían estar, allí como si la providencia y el azar hubieran dispuesto un encuentro inevitable y la casualidad, buscada o encontrada, hiciera el resto. Sí, quería que estuvieran y me gustaba que estuvieran.

No tardamos demasiado en vernos, y ese encuentro no distó mucho de lo que sería una reunión de viejos amigos. Ni sorprendido ni alterado por su presencia, intentaba desentrañar el enigma de lo lógicamente ajeno del personaje y a la vez lo curiosamente familiar de la situación. Me dispuse a diseccionar su misterio empezando por la reacción de los demás. En la calle hablan las miradas, y percibí que Marcos siempre ha creído poseer una sensibilidad especial para entender ese lenguaje. Él cree deambular en una dimensión aparte, un espacio recorrido por frecuencias que sólo pueden ser percibidas por unos pocos, quizá de ahí su interés por lo no explorado, por el universo y por la aeronáutica. La gente como él dispara su autoestima a bocajarro. Cuando enfoca a otra persona deja a la deriva el concepto que tiene de sí mismo. Si el otro recoge el mensaje en sus mares visuales, Marcos crece, embellece, se siente dentrodelmundo de las miradas recíprocas, compuesto por unos pocos privilegiados. Si, por el contrario, su mirada se difumina en soledad, Marcos se apaga. Pero no sólo proyecta la suya, también percibe cómo navega la autoestima de los demás. Sí, Marcos siente el desordenado oleaje, un mar de posibles amores que se abalanza sobre rostros desconocidos, siquiera llegando a salpicar levemente sus corazones, inconsciente de su efecto sobre los demás. Aunque para Marcos esas miradas son peligrosas. Cree que producen adicción e intenta evitar el daño. Además, a veces llegan a ser demasiado elocuentes y pueden cristalizar la identidad del observado. En tales casos suponen una atribución fundada sólo en el aspecto físico, variable a la que le da una importancia más fundamentada en la salud que en la estética. Pocas veces descubres a Marcos recreándose ante un espejo o dedicado compulsivamente a su imagen. Las miradas de rechazo, quizá también preconcebidas por el físico, contribuyen a la introspección, incluso se podría decir que liberan hacia el interior. Ahora Marcos piensa en los que no pertenecen a ese mundo de las miradas recíprocas, en los paseantes invisibles de la ciudad, en todas esas umbrías sin rostro que no logran desvelar el secreto de su belleza entristecida, en aquellos excluidos de la veleidad cultural que se nos aparecen súbitamente como presencias afligidas, como borrosos espectros de personas olvidadas. Hay días en que él mismo se siente oculto a los ojos de los demás, y entonces no comprende cómo puede haber instantes de tan aguda inexistencia cuando la transparencia y claridad de su mirada sólo irradia vida y más vida. Por el contrario, tampoco comprende lo transparente y desnudo que se presenta ante un desconocido. Ante mi.

Suele dejarse arrasar por cavilaciones sin sentido. Sentado a la mesa de un restaurante observa el movimiento de los camareros, descubre quién es el jefe de mesa y de quién recibe órdenes. Calcula el tiempo entre plato y plato como si la gastronomía razonara bajo silogismos matemáticos. Se deja embaucar por la sencillez escondida a la visión del impropio. Su mente siempre en movimiento, como una abeja obrera zumbando en actividad y nunca bajando la guardia. Se recrea en lo cuantificable de la vida y cuando obtiene una cifra se siente satisfecho como quien resuelve un juego de inteligencia. Puede cavilar sobre el tiempo de espera medio en una cola; calcular las personas que caben en un vagón; calcular el tiempo de vida del sol; contabilizar la cuenta atrás de días para el agotamiento de las reservas mundiales de petróleo… Su condición de Ser metódico todavía llega más allá si se atiende a sus regímenes de mantenimiento personal. Como si de un autómata con voluntad propia se tratase, siempre anda buscando fuentes de energía de la que abastecerse como si su cuerpo fuera una batería recargable en productos naturales. El ir más despacio, el tomarse tiempo para reflexionar o simplemente la necesidad de descansar no encuentran tregua a un pensamiento vivaz e inquieto. Siempre activo, siempre en movimiento, siempre intentando superar a quienes le precedieron ya sea su padre, Platón o Keynes. Y siempre regalando alguna clave que abra puertas a un nuevo concepto de vida, o mejor dicho, una puerta hacia la vida. Una vez me contó una historia. Ejemplificaba perfectamente cómo su cabezonería y su marcha contracorriente, su fuerte creencia en algo o en alguien hacía que se consiguieran sus pretensiones y sus sueños. Está tocado por la suerte, y si alguien recibe de su atención él ofrece la llave para que cada uno de esos afortunados cruce esos umbrales de la oscuridad hacia la luz. Curiosamente, el tiempo que pasamos juntos fue dedicado enteramente a la búsqueda de esas llaves, sin que yo me percatara de ese hecho. Buscamos esas llaves desesperadamente, intentando conseguir unas claves como si formáramos parte de una gincana de sólo dos jugadores. De lo que no me pude dar cuenta es que quizá no había piñata que romper, ni umbrales que cruzar con él. De ahí el fracaso en nuestra búsqueda. Siendo optimista, lo afortunado de que no existieran esas llaves por lo innecesario de las mismas, y cómo esa llave que esperaba recibir fue cambiada por un nuevo nivel de comunicación, algo único para los dos, codificado en un nuevo conjunto de números de los que únicamente yo era conocedor.

Aun así nunca se consigue desenmascarar el misterio que esconde Marcos, o eso es lo que creo. Pero quizá sea yo quien esté empeñado en este débito de empresa inútil: el querer diseccionar algo que no existe porque esté dedicado a descubrir un algo más de lo que hay. El no querer creer que una persona como él pueda hacérseme tan entera, sin fisuras ni doble cara; el estar tan acostumbrado a las máscaras, a los secretos personales, al conocimiento verdadero que en nada tiene que ver con la percepción inicial, parece imposible no desconfiar. No, es imposible que pueda existir alguien como él, sin trampa ni cartón como diría el ilusionista. Debe de haber alguna intención oculta. Debe de existir alguna tara de fábrica dentro de su aparente simple mecanismo de funcionamiento. Tardé en caer en la cuenta que, con gente como Marcos, todas las preguntas caen en saco roto, quedan destruidas y desmontadas, y supe aceptar que no hay pregunta que pronunciar respecto a él ya que, en términos prácticos que podrían conformar su vocabulario, se derrocha una energía tan valiosa como escasa que podría aprovecharse en vivir plenamente el momento en que se está. Me alegro de que estés.