viernes, 10 de abril de 2009

Hichcock en la Semana Santa de Cartagena




De todos es conocida la genialidad de Alfred Hitchcock en el medio cinematográfico. El “autor” -como le llamó el por entonces crítico François Truffaut-, hacía de cada fotograma una pequeña obra de arte fácilmente reconocible por los espectadores. Gracias a la experimentación de técnicas cinematográficas y una dirección cuidadosa, emotiva y pasional, nos ha legado un trabajo que perdura en el tiempo y sigue siendo objeto de culto y estudio.
Una de esas técnicas cinematográficas es el llamado Mac Guffin -término inventado por el propio Hitchcock- que hacía servir para designar el pretexto argumental que podía hacer avanzar la narración. Es lo que el maestro del suspense nos introduce en la narración para que sea nuestro billete en el viaje sobre el celuloide que cuidadosamente nos ha preparado. Por lo tanto el “Mac Guffin” es sólo eso, un pretexto, un elemento –representado por un objeto, una sinfonía, una operación matemática o un mero toque de reloj- que promueve la conducta de los personajes y centra la intriga sin que sea un hecho crucial en el relato fílmico. Aproximándome a la definición que hace Truffaut, es el elemento que, bajo su aspecto aparentemente crucial en la línea argumental, llegamos a olvidar cuando, sumergidos en la historia, nos preocupamos por la supervivencia de nuestro protagonista.
Una de las mayores recompensas que tiene comprender y apreciar el buen cine, como arte en sí, es la extrapolación y aplicación de este medio a otros aspectos de la vida. Y en el caso que ocupa este artículo, la Semana Santa de Cartagena también tiene su “Mac Guffin”.
¿Cómo descubrirlo? Como cualquier otro tipo de análisis artístico y/o social: estudiando sus elementos constitutivos, desvertebrándolo, preguntándose los “porqués”, aún a riesgo de perder ese áurea emocional que la Semana Santa propicia en sus participantes -cosa que no deseo provocar. Como me dijo algún día un profesor universitario: “en las Ciencias Sociales como en el sexo, pensar demasiado en la técnica puede conllevar a la impotencia”, intentaré no producirla totalmente, aunque quizá sí que tendremos que practicar un poco la abstención.

Sabiendo de ante mano que racionalizar el sentimiento de un pueblo puede ser tarea inútil y fruto de malinterpretaciones –y probable causa de heridas-, quiero advertir que no pretendo con este artículo desmoralizar a los procesionistas, ni mucho menos criticar ferozmente el hecho procesionil. Sólo quiero exponer algunas reflexiones, resultado positivo de estos “gatillazos” que he sufrido presenciando la semana santa cartagenera durante estos últimos años, con el fin de que sirva -como cualquier análisis fílmico- a enriquecer el hecho estudiado y provocar en los lectores la reflexión y una apreciación diferente de este evento.

Volviendo al tema que nos ocupa, es necesario preguntarse cómo nacieron y para qué nacieron las procesiones en Cartagena, y cómo han ido evolucionando históricamente.
Puenteando las anécdotas que denominan a las tres históricas Cofradías cartageneras, vemos un lugar común en su constitución: ser testimonio de fe de la pasión y muerte de Jesús, o mejor dicho, que la sociedad cartagenera exprese su fe, promovida por la alta burguesía de la época, amparados en el orgullo que todo cartagenero siente por su ciudad. Con lo cual, todo hecho, toda fiesta, se convierte en una manifestación lúdica de los cartageneros para Cartagena. Toda ciudad, toda región tiene dos fiestas grandes que coinciden con los primitivos cambios de estación y sirven para desarrollar el sentimiento de pertenencia hacia una tierra concreta. En las puertas del otoño están los Carthagineses y Romanos; y en primavera, la excusa para mostrar esta distinción y amor de la sociedad cartagenera a su ciudad no es otra que la fastuosidad de su Semana Santa, y aquí obtenemos el “Mac Guffin”: la fe.



Las procesiones en Cartagena han surgido desde la fe, han tomado como hecho fundacional, hecho que condiciona la celebración de la fiesta de primavera, la rememoración desde la fe de la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Pero, como vemos, la fe es sólo un pretexto para exhibir el orgullo de los cartageneros por su ciudad creando desfiles marciales, lujosos, barrocos, suntuosos, que sean equiparables a Cartagena. Desarrolladas las agrupaciones, con un fondo artístico considerable y una ostentación poco común en comparación a otras semanas santas de otras ciudades, más próximas a la sencillez, el recogimiento y la seriedad, vemos que ya no sólo son las imágenes proclives a la devoción popular y a los “vivas” que se pronuncian enfervorizados, sino que son las agrupaciones y cofradías las que reciben la manifestación emotiva de la ciudad –o al menos lo eran. Ser de una cofradía u otra representaba para un cartagenero mucho más que la ideología política. Al recién nacido se le ingresaba antes en una cofradía que en el registro civil ya que éstas eran el lazo latente entre los cartageneros y su ciudad en la fiesta de primavera, porque en primavera Cartagena era su Semana Santa. Esta fiesta era un hecho en sí misma, era el resultado del vuelco participativo de toda su ciudadanía, creyente o no, con lo que cualquier intromisión eclesiástica en la fiesta se convierte en pura farsa. Por lo tanto es errónea, a mi modo de ver, esta consideración evangelizadora de la Semana Santa en Cartagena como hecho religioso apoyado por la representación cronológica de los últimos días de Jesús en sus desfiles pasionarios. Ahora quizá, y debido al deterioro y abandono de los cartageneros por su Semana Santa y la creciente indiferencia que provoca, estos desfiles son más eclesiásticos que nunca. Digamos que si bien nuestro “Mac Guffin” (la fe) nos servía de pretexto para desarrollar todo el espectáculo marcial, castrense y lujoso, expresión de una ciudad; ahora, y cada vez más, la Semana Santa empieza y acaba con el hecho eclesiástico viendo todo el derroche de flores, luces, oros y pedrerías como eso: un derroche; porque quizá se consiga el mismo objetivo religioso en esta semana de manifestación del cristianismo con una misa y cada quién que haga su penitencia. Si se sigue procesionando por las calles de la ciudad no es ya por el motivo antes mencionado, sino por pura tradición más allá de la actitud de cada cartagenero ante las procesiones de su ciudad.
Se está perdiendo el lazo casi imperceptible que había entre esta sociedad civil cartagenera y sus desfiles pasionarios; y la solución a este problema, para evitar que esta fiesta sea sólo un muestrario de folklore a los ojos de los pocos turistas que puedan aguantar el paso entero de una procesión, está en manos de los cofrades.



¿Cómo hemos llegado a este punto? ¿Cómo ha llegado a la mente de algunos procesionistas y los que no lo son la sensación de artifiosidad y farsa de los desfiles pasionales? Las causas son varias, y están tanto en el cambio social de la ciudad como en el seno de las Cofradías.
Atendiendo a la evolución que ha sufrido la sociedad cartagenera tenemos, sobre todo, la evolución del cosmopolitismo. Cartagena ya no es una ciudad pequeña, un pueblo, sino que es lugar que alberga gentes de todos tipos y lugares. Para la mayoría de los cartageneros, el que llegue el tiempo de Pascua es símbolo de vacaciones, y por lo tanto, viajes fuera de su ciudad. Ya no se sienten partícipes de la Semana Santa de Cartagena ya que esta fiesta ya no representa a su ciudad, no la ven como un hecho en sí misma que absorbe la condición de ser de Cartagena. Incluso muchos cofrades y antiguos mecenas de las agrupaciones aprovechan esta semana por la que en teoría han trabajado todo el año para estar fuera de la ciudad. También está el hecho de que, la fiesta de septiembre (Cartagineses y Romanos), es mucho más proclive a la participación de la ciudadanía por varios motivos: el primero es que es una fiesta local y después de las vacaciones de verano, cosa que permite la permanencia de los cartageneros en su ciudad; otro es el hecho diferenciador con la Semana Santa, es una fiesta mucho más lúdica en la que no hay intromisión ni ideológica ni religiosa, cosa que permite la participación de más gente y más diversa –que en sí representa la diversidad actual de la ciudad-; y otra es que por el motivo histórico que tiene con respecto a Cartagena, es mucho más fácil equiparar la fiesta a la ciudad.

En cuanto a los motivos que se derivan de las cofradías, son muchos más numerosos y complejos en su origen y explicación. Enumeraré algunos de ellos sin hacerlo de forma ordinal.
Viendo el funcionamiento actual de las agrupaciones y las cofradías me viene a la mente la idea de acomodo de sus componentes y profesionalización de los mismos dentro de los organismos. Como asociaciones civiles que considero que son, están reproduciendo uno de los males de este tipo de organizaciones: tener que depender de un presupuesto público ante la inexistencia de mecenas que donen obras de arte o mejoras de las actuales; no hay posibilidad de consecución de objetivos ambiciosos, sólo bajo la idea de competencia feroz entre agrupaciones de una misma cofradía; sin entrada de savia nueva en los órganos directivos o ayuda de elementos externos en la gestión de las agrupaciones –como organismos autónomos en sí mismos-; y si a esto se suma que vivimos en una época sin proyecto artístico, sin nombre ni identidad, y que toda novedad nace de la copia de periodos ya lejanos que no se corresponden con la actualidad social obtenemos el esperpento en que se han convertido las actuales procesiones, con pasos que incitan más a su incineración cual falla valenciana que a la adoración o el culto.
Las agrupaciones son ahora las promotoras de los desfiles pasionales, no ya la ciudadanía entera, con lo que cualquier “éxito” no se refleja en la ciudad sino en las agrupaciones que lo obtienen. Este ansia por ser más que las demás, añadido a una carencia de proyecto, tanto económico como artístico propio, (...) junto con la cada vez más menguante identificación de los directivos con su Agrupación –a no ser para personalizar en ellos la propia asociación impidiendo una mayor participación de las “bases”-; se encuentran algunos de los problemas actuales causa del deterioro de la Semana Santa en Cartagena.
Las agrupaciones quieren mostrar su crecimiento –convirtiendo en caricatura el hecho procesionil-, añadiendo más tercios a las procesiones, añadiendo más tronos de más que dudable devoción y valoración artística, reciclando imágenes desechadas en otras épocas de mayor conciencia causal que evidentemente no soportan el paso del tiempo y aún menos pueden ser soportados por quienes gritan los “vivas” debajo del trono de oferta. (...) La adquisición de imágenes de talla en madera del escultor local José Hernández vienen a fundar el remedio que la Cofradía california desea implantar frente al vacío artístico actual: dar una nueva homogeneidad como tuviera antiguamente Benlliure en la california, Capúz en la marraja o Collaut Valera en la del resucitado. No puedo decir que la adquisición e inclusión de las tallas de dicho escultor en las procesiones sea todo un riesgo –que el arte siempre lo es- (...) pero es un comienzo.
Sólo recordar que el último escultor que innovó, y por lo tanto, que modernizó el fondo artístico de las procesiones fue Capúz cerca de los años 30. Tanto innovó que incluso hoy hay quien se cuestiona la idoneidad de algunas de sus tallas en una procesión “porque no son hermosas” bajo los cánones de belleza a los que estamos acostumbrados -escultura barroca, recordemos, siglo XVIII. Si alguna cosa fueron alguna vez las procesiones de Cartagena, a parte de marciales, castrenses, etc., es su definición como artísticamente ricas, pero cada vez que asisto a un desfile no observo más que su descomposición con falsas obras de arte, con imágenes del belén del todo a 1 euro de la esquina, mientras los penitentes intentan no perder un paso militar que sólo se mantiene en el recuerdo de una ciudad que un día fue uno de los grandes puertos del Mediterráneo.



A modo de conclusión, remarcar que la Semana Santa en Cartagena no fue hecha para la fe ni para el hecho eclesiástico, al igual que Hitchcock no hizo, por ejemplo, Con la Muerte en los Talones para explicar que el personaje de James Mason lo que pretendía era vender secretos de Estado. La Semana Santa se desarrolló con la ciudad, representando en sí misma a la ciudad, porque era la manifestación de sus habitantes por la ciudad tomando como pretexto la fe. Pero si ahora esta ciudadanía va separada cada vez más de este hecho procesionil, y la fastuosidad a la que llegaron el espectáculo de las procesiones resulta ya no sólo indiferente sino hastía para los propios cartageneros –excepto para un grupo cada vez más minoritario de incondicionales-, sólo nos queda la excusa del hecho, sólo nos queda saber qué contenían las botellas de vino que guardaba con tanto recelo Claude Rains en Encadenados siendo indiferentes ante el universo fílmico al que nos invita Hitchcock, ante el beso final entre Cary Grant e Ingrid Bergman.




Cenzo. Revista Malco, nº0, abril 2009.

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