viernes, 13 de febrero de 2009

Aníbal





La felicidad, qué idea tan detestable, se dice. Sí, detesto la felicidad desde que vi cómo un chico era incapaz de fingirla. Ahora recuerdo con nitidez la cara de aquel chico tímido que no bailaba. ¿Por qué no lo hacía?, no lo sé, estaba paralizado entre cientos de ojos nerviosos y no lograba representar el gesto del divertimento. La contemplación de ese rostro fue muy estimulante. Tenía dieciséis años. Era el rostro del vértigo enmascarado y poco a poco se tornaba cada vez más amarillento, como una hoja enferma. Le miraba como si fuera el hígado hinchado de ese ser festivo que agolpaba a tantos jóvenes, o el cuerpo opaco, en agonía sostenida, de quien ha perdido la inercia de sus iguales. Ese chico no era feliz, simplemente era vergonzoso y ello comportaba una amargura de la que nadie más que yo parecía hacerse eco. Estaba plantado en un margen de la pista de baile y, de no ser porque algunos tropezaban con él de vez en cuando, hubiera dudado de su existencia. Nadie lo miraba, nadie le hablaba. Ninguna presencia se alteraba por la presencia de aquel chico. Era como el aire infranqueable que encierra al mimo. Por eso decidí acercarme y preguntarle si bailaría en el caso de ser invisible. El chico lo pensó, miró hacia adelante tratando de imaginar su invisibilidad danzando entre la gente, y luego dijo, tan bajo como si una hormiga musitara, que "no sabía". Pero leí sus labios, y sentí que la apariencia retraída del chico escondía cierto dolor. Encandilado por el sufrimiento del chaval, le cogí de la cintura, me lo acerqué y le apreté contra mi carne. El tímido miraba el suelo y se dejaba manipular como un muñeco. Le susurré, muy cerca del oído, que si yo fuera invisible hubiera preferido pasar toda la noche contemplando a los fantasmas sobre su rostro. Fui sincero, realmente me sentí atraído por la complejidad de la vergüenza, y en ese instante quise besar aquellas facciones tensas que parecían tener alrededor un enjambre de abejas. Sin embargo, no tuve la destreza necesaria para conectar con él y le dejé aún más inmóvil, arrojado a un profundo pozo entre mis brazos, y acabé soltándole y volviendo con mis amigas. El chico pareció desaparecer de soledad en el mismo lugar donde lo había dejado. Nadie lo veía, sólo era un espacio vacío, una jaula sin su pájaro, sí, ya era casi invisible y ello transformaba su tristeza en una tristeza complacida. Mi única respuesta era una ausencia, un sobre de amir sin carta mientras yo bailaba.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

qué bien escribe Anibal!

yo a veces me he sentido como ese chico y nadie se me acercó...tiene mucha suerte

:)

Crispas dijo...

El placer siempre es mío, Cenzo...

Mario Catulo dijo...

precioso el juego de espejos...ausencia y vacío...me ha reconfortado la lectura

(qué tal todo? a ver si algún día juntamos coloquio a lo garci con café)