sábado, 24 de octubre de 2009

Capítulo XIII (ii)



No siempre he sido como hoy: un cobarde presuntuoso sin pizca de humildad, un bastardo paranoico y huidizo sin excusa, mentiroso y superficial, un débil e indefenso alacrán dispuesto a clavar el aguijón, ya sea a un ajeno o a sí mismo. Juro que hubo un tiempo en el que yo era una promesa, el proyecto de algo maravilloso dispuesto a deslumbrar al mundo. Pero ya no, ya no. No sé ni cómo ni cuándo me resultó más sencillo mentir que decir la verdad, engañar a los demás en la primera percepción sobre mí para luego descubrir lo que queda, lo que es de mí. No sé cuándo pasé a ser un amante incompetente a una pareja cariñosa y detallista, o al menos cuando lo fui que tuviera el valor y el coraje de hacerlo con quien debiera y reservarme con quien no tuvo que serlo. No sé cómo me sentía tan frágil para dejarme embaucar de esa forma, ceder y aceptar peticiones para luego convertirme en un mocoso resentido y deslenguado en vez de un hombre discreto y comprometido con los suyos y consigo mismo, un dechado de mediocridad y lamentos, de viajes en espiral hacia sus propias miserias, de grises y negatividad autoalimentada en vez de alguien realmente extraordinario. Yo sólo sé que la vida es demasiado corta para ser todas esas cosas que he sido y que soy, alterna o simultáneamente. Lo supe siempre, o lo uno o lo otro, y tengo un certificado profesional que demuestra que lo supe desde el primer momento. Me conozco y saben que me conozco, y esa es la razón por la que lo que fui y en lo que me he convertido resulta indescifrable e inexplicable para el resto. Pero supongo que me olvidé de mí, o me dediqué demasiado a mí, como a casi todo lo demás en lo que no merecía la pena malgastar energías. Y ahora parece ser que da igual cómo llegar a la recuperación, ¿no?

La vida nos lega deseos y nos regala muchas o pocas cosas, y nos despierta sueños estúpidos o decentes, y nos procura necesidades que habremos de satisfacer de la mejor forma posible. La vida nos da y nos lega y nos despierta y nos regala y nos procura todo aquello que conocemos (alguien, o nadie, o muchos a quienes amar u odiar, drogas, placer o repulsión, destinos a los que huir para justificar nuestra fuga constante de aquí, de allí, de ningún sitio, y arrepentirnos de la misma vida hasta el final de la vida…) hasta que decide quitárnoslo de la misma forma y por la misma extraña razón por la que nos lo entregó, y esto es ninguna. Lo demás no es más que capricho y propaganda, deseo y habitud, afán de superación y fracaso. Por eso está tan dispuesta a darnos todo lo que deseemos, cualquier cosa que podamos llegar a imaginar. No importa ni quién ni cuál ni qué ni cómo ni cuándo ni dónde ni por qué, ésta solamente ha de producir el caos y el desorden necesarios para poder consolarnos hasta el paroxismo diciendo que ya es suficiente de estar vivos y nada hay más inevitable que eso, porque la muerte es lo único real que nos ofrece. Así que al parecer todo debe de dar igual. No tenemos más que volcarnos, envueltos en una fe ciega sobre nuestro capricho; no tenemos más que confraternizar con el sinsentido que nos hace sentirnos a gusto con el traje que nos ha tocado. Que nadie se engañe, es algo extremadamente sencillo. Nadie debería equivocarse. Basta con asumir de una vez por todas el convencimiento absoluto de que, en verdad –y sobre todo, al final-, todo da igual. ¿Y qué voy a hacer yo?

Ah sí, sellar el pasaporte.



Con el agua cayéndome en cascada por mis sienes, martilleadas por los bits que resuenan en la sala, salgo al encuentro de mi amigo Víctor. Tratando de tomar las riendas de mi propio cuerpo que me enfunda en una habitación de gravedad cero floto hacia sus brazos que me recogen cual cápsula de salvamento del Discovery. Me presenta al resto de los integrantes del club de los esteroides mientras coge una de mis manos. Uno de ellos se aproxima hacia mí y, levantando la poca tela que cubre su pecho, la eleva hacia mi cara para secarme, no sé ya si con la camiseta o con su aliento. Con toda delicadeza me vacía las pequeñas piscinitas de las ojeras, mi punto débil. Después me arregla el pelo y de repente sufro un extraño y violentísimo ataque de repulsión, incluso homofobia. Pero, ¿qué estoy diciendo? Estoy tan turbado por su actitud y tan azorado por la mía que no sé por qué me siento tan violento. He aparecido aquí para dejarme querer, para entregarme sin reparos al sin sentido de la noche, así pues atrapo una de sus manos y suelto la otra de la prisión de Víctor y la dejo caer hasta quedar colgada del bolsillo de mi pantalón.
- Tienes los ojos muy rojos, -me indica-.
- Ya lo sé, me pasa siempre… los tengo muy… sensibles.
El chico saca de su bolsa unas gafas redondas y fluorescentes, rotas por el puente de las lentes. –Ponte las gafas cariño –y me las pone. - Así mejor, ¿no? Yo sonrío, porque no consigo hacer otra cosa. Necesito algo así como un rebajante neuronal.

Alguien me toca el hombro. Cuando levanto la vista veo a un tipo enfundado en una ancha camiseta de tirantes gris que deja al descubierto sus pezones. Me ofrece un beso y sus manos, que terminan en unos brazos esculpidos y delgados, fibrosos y aterciopelados. Yo le tomo su antebrazo pero le suelto porque también le agarran las llaves de mi coche y le digo que lo siento.
- ¿Siempre vas tan directo Vincent?
- ¿Te lo tomas como una proposición? –digo sin soltarle el brazo.
- ¿Debería? –me gustaría
- ¿Qué has dicho? –pregunto creyendo haber oído perfectamente lo que murmullaba tras esos perfectos dientes blancos.
- Nada. Acompáñame al lavabo.
Este chico es Mario, y su acompañante sólo la credencial de éxito que cosecha entre las cucarachas que desee. La primera visión que tuve de él fue una madrugada de hacía aproximadamente un año, entrando en una casa ajena más por comodidad que por deseo. Él yacía en el sofá frente a la cama, únicamente vestido con sus anchos calzoncillos blancos. Los haces de luces de la calle paseaban sobre su cuerpo y resaltaban el vello que emergía por encima de la línea que formaba el slip en su abdomen. Su brazo, doblado y tenso sobre el que dejaba reposar su rizada cabeza ligeramente ladeada, dibujaba una elipsis perfecta cual San Sebastián indefenso y poderosamente sexual. Esa imagen podría haber sido irreverente y escandalosa en una revista erótica, fotografía tan prohibitiva como codiciada. Él era totalmente consciente del deseo generalizado que provocaba tan sólo con su presencia. Lo que yo no sabía hasta pocos días antes era lo reciproco de esa codicia, pero nunca quise otorgarle a dicha información más importancia de la que merece la prensa rosa. Haciendo un acto de demostración de poder, no sé si hacia el resto o hacia sí mismo, se deshizo de su acompañante pidiéndole su número de teléfono y asegurándole que le llamaría, dejando claro una vez más, que él decide cómo, cuándo y dónde. Nadie podría negarse a concederle un conjunto de números aun cuando ese cese significara también la sublimación a un algo mucho más poderoso que la conciencia: el sexo. Y yo aceptaba, totalmente consciente, la rendición de mi conciencia.
 

La lengua de Mario se pasea sobre los labios de su acompañante a modo de despedida. Observo y callo un instante hasta que el acompañante desaparece engullido por la masa que nos rodea. Entonces, mirando a Mario, rompo a reír un diluvio de risa que le inunda también, y digo realmente excitado:
- La risa es un milagro.
- Claro que sí –responde. Me coge de la mano sin dejar de sonreírme-. Vamos al baño.
Levanto la mano en un intento de aviso prudencial a Víctor arrastrado por Mario violando cualquier norma de educación y comportamiento hasta colarnos en la sala hacedora de rayas. Una vez dentro atranca la puerta con su pié y me empuja con demasiado ímpetu hasta sentarme sobre el excusado y suelto una exclamación, mezcla de susto y complacencia, que casi me obliga a pedirle excusas. Sin embargo, cuando se da la vuelta para mirarme su cara me dice que no pasa nada.
- ¿Quieres una rayita? –me propone mientras hurga en sus bolsillos. Me agacho mirando el suelo y me levanto para mirar la tapa del retrete.
- Creo que voy a pasar. -Extrae algo parecido a una papelina.
- ¿Tienes la cartera? –Gruño y extraigo la tarjeta sin uso de la Consejería de Sanidad de mi región de origen y río levemente, pero no le doy más bola al asunto porque él ya la tiene en la punta de la lengua mientras dibuja un par de líneas blancas sobre la taza del váter y aparece un billete entubado a la altura de su clavícula.
- Eso no es muy higiénico –digo como Pepito Grillo.
Se mete los dos tiros en zigzag, en el nombre del padre y de la madre, y siento cómo el polvo se estrella contra sus pómulos ante la prominencia que alcanza su mandíbula y oigo astillarse el frágil cristal del hueso frontal. En esto que me apetece convertirme en un personaje de película policiaca norteamericana de bajo presupuesto y hundo el escudo de la tarjeta en el polvo y, afilada como una cima nevada me la llevo sin hacer escalas a la lengua y entonces Mario a mitad de camino me detiene gritando “estás loco”, lo que tiene su gracia si uno se pone serio, y eso es lo que hago inmediatamente porque la cocaína comienza a frenar en seco las alucinaciones. Mario se abalanza sobre mí e intenta quitarme la tarjeta, pero me zafo del ataque y, con una sola mano, le empujo contra una de las paredes del cubículo. La cosa se pone dura. Me incorporo y me pego a su espalda, mi mejilla contra su mejilla contra la pared.
- ¿No sabes quién soy? ¿Que si me giro puedo romperte lo primero que encuentre? Lo sabes, ¿no? -Me dice todo esto en un susurro amenazador pero creo que me divierte.
- Mario, ¿no? O algo así. Me gusta tu nombre, y sé que te gusto así que mejor no romper nada esta noche. -Mario arquea ligeramente la espalda y se aprieta contra mi polla, contra su culo. Paso la mano alrededor de la cintura y empiezo a desabrocharle el cinturón.
- ¿Así que crees que me gustas? -El cinturón cede y cuando se lo quito resuena como un látigo contra la pared.
- Mucho -Le abro la bragueta y mi mano moviéndose dentro de ella como un reptil consigue ceder los pantalones hasta que caen hasta las rodillas. Los dos montes de Venus que tiene como culo me sonríen y los hago rebotar contra mi pelvis.
- Me gusta cómo eres, me pareces interesante. Creo serás alguien importante. -Al oír esto me arrodillo y hundo mi nariz en sus montes y le devuelvo la sonrisa. Busco uno de mis bolígrafos mientras estiro aussieBUUUUMMM con violencia.
- ¿Así que seré importante? –le digo mientras ubico a Australia correctamente bajo el Trópico hasta que su trasero queda en bandeja cual gelatina a punto de ser devorada.
Cuando finalmente lo encuentro en el fondo de mi bolsillo ¿qué haces? empiezo ¿qué haces tío? a escribir sobre él ¿qué estás haciendo? total y absolutamente enloquecido mientras él no deja de decir ¿qué haces?, no sé si con la boca chica o con la grande, no sé si disgustado por todo esto y por mi exceso de confianza o sólo excitado por el absurdo, aunque tal y como estoy ahora de embrutecido, y más arrodillado en este lavabo, concentrado en el autógrafo y la dedicatoria, el resto es algo que me importa un bledo.
- Te estoy firmando el balón –digo riendo-. No te muevas tanto que me tuerzo.
- ¿Y quién te ha dicho que me gusta que me toquen el balón?, ¿o que quiera tener tu autógrafo en él? –me increpa amenazante.
No me hace demasiado caso y empieza a menearse en un intento de despegar mi bolígrafo de su nalga pero sus movimientos de pelvis y el arqueo de su cintura me dicen otra cosa así que me incorporo y le beso la boca con la mía abierta para que me meta su lengua chocando contra la mía y entre risas le digo,
- Así puedes guardar mi firma para cuando sea importante y demostrar que por una noche fuiste de mi propiedad. ¡Ni se te ocurra borrártelo!
- Mira que eres gilipollas –suelta.
Estoy a punto de decirle que me parte el corazón oírle pronunciar eso pero creo que ya es suficiente por ahora. Así que le presento mis credenciales y me abro el pantalón mientras subo con el pié la tapa del retrete. Saco mi miembro algo duro pero mi intoxicación hace que empiece a mear sobre mis zapatillas. Mario se agacha y me lo coge dirigiéndolo hacia una coordinada más acertada para la evacuación y con la absurda coquetería de una soprano sin caderas empieza a deslizar suavemente sus dedos cogidos a la piel de mi rabo con unas ganas locas de comérselo, – Me comería tu rabo ahora mismo –pero como he dicho que ya es suficiente resoplo un par de veces, me abrocho los botones y salgo del baño obligando a Mario a salir conmigo.




Nos arreglamos un poco ante el espejo y compruebo que todo está en su sitio. Me preparo para salir aunque pensándolo bien no sé si prefiero fingir una indisposición y atravesar como una flecha la sala paralelo a la pared, bordeando la inspección general porque, si lo pienso, no me apetece ser diseccionado ni juzgado por Víctor en cuanto me vea aparecer con Mario, y menos ahora que no estoy en el mejor momento del día ni de la noche ni de mi vida, ahora que soy una indisposición andante y un gráfico catálogo de las Quechua. Necesito irme a casa, solo o acompañado, porque no puedo más de alucinaciones, y dormir larga, largamente acoplado a alguien o a mi almohada deformada por utilizarla como sustitutiva del afecto y descansar, si fuera posible, sobre todo descansar, y si no pues entonces a beber algo más y a seguir descodificando sensaciones táctiles encriptadas en las formas carnales de quien sea, quizá las de Mario, y al amanecer volver a preguntarme sobre el color y la forma del terror, de la desprotección, de la pérdida, de la soledad, de la incomprensión, de los números de la cuenta corriente y de cuánto ocupa lo debido y lo entregado, y por cuánto tiempo. Y mirar el reloj a cada segundo y pensar que debo levantarme porque el tiempo es importante, porque es determinante saber cuánto le has dejado correr delante de ti sin darle importancia más que cuando se ha alejado tanto que ya no puedes verlo, y son veintiocho, y lamentar si marcha sin                                las luces se encienden. Víctor y su eterno mal de amores vienen a mi encuentro siguiendo el plan de desalojo. Observo los despojos de la noche en su última oportunidad de redención a la vez que ellos observan a Mario quien no me pierde de vista. En la calle el baile de miradas es todavía más mezquino pero me sorprendo por las avanzadas técnicas de posicionamiento estratégico y el alto nivel de lenguaje no verbal que se exhibe en este tablero de asfalto y purpurina. Ideando el lugar donde continuaremos la intoxicación y sin acabar de encontrar consenso propongo demencialmente una visita a mi terraza y el saqueo de mi mueble bar cuando, por suerte, dicha propuesta sólo convence a Mario, como era de esperar. Allí plantado como un espectador de un juicio que ni me va ni me viene pero determinante para mi futuro inmediato, incapaz de pronunciar réplica alguna, arropado por Mario y escuchando de los compatriotas de Víctor frases que únicamente pueden leerse ya en un sentido, fue cuando le vi.