sábado, 28 de febrero de 2009

Repitiendo la historia

Tendemos a pensar nuestra vida como una ficción, tratamos de vivirla como si fuéramos personajes codificados en un guión escrito por la providencia y el azar; y creemos que estos mismos realizadores nos procuran situaciones donde la casualidad hace el papel del destino, y el destino nos sirve la entradilla para pronunciar el “quizá es lo que debía de pasar”. Sabemos que nuestra individualidad es un número del todo despreciable en las cuentas del universo. No somos nada en comparación a eso, simple calderilla de la eternidad; y sin embargo nos comportamos como si el peso de cada una de nuestras acciones fuera a inclinar la balanza en uno u otro sentido, como si una elección nuestra, ajena al premeditado escenario donde actuamos, iniciara una reacción determinante sobre nuestro futuro y el de nuestro entorno; incluso pensar que la casualidad puede ser creada. Mientras tanto seguimos promulgando que no somos más que energía desesperada, reciclable y perdida, una pura coincidencia, un puto error de vete a saber qué caprichosos átomos, donde Dios no tiene ni nunca tuvo que ver. Buscamos, buscamos respuestas, buscamos puntos de encuentro, buscamos datos, casualidades, magia, airadamente.

Un hombre, con mentalidad de niño, infantil, pierde a alguien y piensa que esa muerte le anuncia el comienzo de otra vida más adulta que le exime de la temida responsabilidad de ser querido por nadie a cualquier precio, pero entonces ya está jodido, condenado. Y lo está porque ese alguien no volverá nunca; es un capítulo cerrado, corregido, impreso, encuadernado y vendido, sin posibilidad alguna de ser modificado. Así debe ser y así es, porque es la única forma de poder soportarlo, de continuar escribiendo hasta el punto final, cuando quiera que haya de llegar. Sí, lo sé, es una puta mierda sentirse así, pero es mucho mejor que abandonar la libreta donde se apuntan esas ideas que sitúo al nivel de cualquier garabato realizado por el escupitajo de un Miró, un Tàpies o un Chillida y que pocas veces serán compartidas. Sí, es mucho mejor autolesionarse pensando en lo genial que me parece la autofelación y lo bien que huele mis excrementos a dejar que el mundo te pase por encima sin poder ofrecer resistencia. Sí, es mejor aceptar que ese alguien sigue vivo en los escritos que esconderle bajo una retórica incompleta y demasiado novel.

Desde este punto estoy intentando tomar el control de mi vida, de veras. Necesito reordenar mi día a día y doblegarme ante la rutina, porque el sinsentido de los últimos meses, a pesar de construir una forma de status alternativo tan válido como cualquier otro, me está sirviendo de poco. He empezado a disminuir la predisposición a sentirme intoxicado, y a cumplir unos horarios espartanos: dormir de noche en vez de enlazar fellinis con antonionis o bergmans y amanecer en el sofá del salón dispuesto a digerir las primeras noticias del día; comer y cenar sistemáticamente a las mismas horas, comida elaborada por mí mismo, con el margen de preparación que eso requiere; no beber antes de que se ponga el sol; dejar de fumar; hacer ejercicio, es decir, apuntarme al gimnasio y cumplir fielmente el horario que me marque el entrenador; no estar demasiado tiempo delante del portátil, en casa sin nada que hacer mas que dar vueltas y vueltas sobre el todopoderoso Yo en vez de intentar montar y sentarme en el escritorio con el propósito de trabajar. Aunque me vanaglorie de lo alternativo de mi día a día, sé que no es para sentirse excesivamente orgulloso. Algo me dice que de momento debo modular la exigencia de mis expectativas vitales, no esperar recuperar el estatus económico ni el nivel de mando al que solía estar acostumbrado que ya sólo reside en un currículum pocas veces visitado. Quizá por todo esto acepté darle clases particulares de Literatura e Historia a Víctor, a ver si saca la selectividad, y también, por qué no decirlo, porque me gusta la visión de sus pies grandes dentro de esos calcetines, y su pelo rubio encrespado y algo sucio, y la voz grave que sale de esa garganta tan fina y frágil, y el aroma denso e infantil que le acaricia el cuello, y porque soy tan morboso que no puedo quitarme de la cabeza la escena que me explicó sucedida en la cama que se encuentra justo en la habitación donde trabajamos.

Al parecer estoy siguiendo todo lo mejor que puedo las indicaciones de mis preocupados amigos: disciplinarme, relajarme, observar, calma, papel y lápiz. Conozco bien el método, y hasta a veces lo aplico sorprendido por mi fuerza de voluntad, pero lo cierto es que me paso las horas inmóvil, tocándome la oreja, frente al portátil, con la mirada perdida frente al cristal líquido, y cuando me pregunto por qué no se mueve el cursor, qué coño hace parpadeando continuamente sin intención alguna de avanzar, siento cómo se me endurece el gesto y hasta se me acartona la garganta. Porque ahora he llegado a otro nivel vital que contradice todo lo anteriormente teorizado. Porque debo encontrar quién soy y dónde estoy ahora. Porque Madrid… Porque no he vuelto a Canadá… Porque no hay cosa más difícil que encontrar una frase, una palabra, y que esa palabra contenga todo el sentido de lo que tienes en la cabeza, y más adentro, y la dosis correcta de originalidad que no haga precipitar el apunte hacia lo obsoleto. Aunque la verdad, no sé en qué momento decidí no aceptar nada que no contuviera un algo que ocultara mi incipiente ignorancia sobre todo, y también mis nulas dotes como escritor. No sé en qué momento pensé que todo esto pudiera ser relevante. No recuerdo bajo el efecto de qué estupefaciente soñé con el reconocimiento.

Sí, ahora sí.

En los días de verano que pasaba de pequeño junto a mi abuelo, me solía decir que la vida era todo escuchar, esperar y callar, y no se privó de repetírmelo cada vez que me hablaba de la familia y de la dignidad del trabajo, de los negocios que se pierden, esos por los que no luchó y que vio morir uno a uno frente a su rostro impasible, del respeto por quien se te avanza, de lo cristiano del poner la mejilla, de que los últimos serán los primeros, de la felicidad de la sencillez...


La última vez que le vi fue un minuto después que muriera. Le vi a través de la ventana de su habitación, desde la calle, su cadáver estirado sobre la cama, y lo primero que me vino a la cabeza fue esa sentencia, eso que me dejaba como herencia; pero, ¿herencia de qué? Quería descubrir si esa clave era lo único que debía acometer para conseguir la felicidad, y juro que durante demasiados años he intentado cumplir su máxima con el convencimiento casi absoluto de que su contravención me privaría de seguir ese camino que me convertiría al fin en un hombre adulto y responsable, consecuente consigo mismo: en un hombre sin resentimientos. Escuchar, esperar y callar, abuelo. Pues no ha funcionado. No ha funcionado. No he sabido esperar, siempre he ido demasiado rápido, y no sólo no he sabido callar sino que mi insistencia por que hablara también ha acabado conmigo, con lo nuestro. El tiempo nunca me dio la razón, aunque todo lo que escuche mientras calle resbale como una gota por mi mentón y yazca sobre otras confesiones sobre mi piel. Capas y capas de confesiones que me visten, con las que cargo y que recuerdo a la perfección. Pero no sé afrontarlas.


Yo podría ser ese hombre infantil del que hablaba. De hecho creo que lo soy. Por lo demás no soy distinto a cualquier otro: vivo mi vida como una ficción, y ver lo jodidamente necio que puedo llegar a ser es algo que hoy me perturba hasta límites poco aconsejables.
A veces me sorprendo diciéndome a mí mismo que ignoro el origen de mi comportamiento, pero creo ser perfectamente consciente de por qué repito la historia de los que ya no están. Cambian el escenario y los personajes, pero no lo hacen la trama ni el argumento. Y el mensaje es el mismo.
Igual que las novelas que escribimos son relecturas, reinterpretaciones de aquello que ya está escrito, creemos que lo mismo sucede con nuestras vidas; y más nos vale apearnos de este tren si no queremos llevar un cadáver a nuestras espaldas. Así que supongo que eso es lo que debería hacer, volver a girar sobre el mundo, subirme a la ruleta de la fortuna, pensar mi vida como una ficción y vivirla como si lo fuera. Mi miedo no es sino el miedo del hombre, el miedo del escritor, el miedo a la página en blanco, a no dar la talla, a no saber hacerlo mejor que los que nos precedieron. Y vuelta a empezar. Hoy hace un año conocí a mi imposibilidad de amar, y hoy se ha acabado de la misma forma que entonces la mentira de mi vida en pareja. Quizá deba abandonar mi suerte al repetir la historia.

viernes, 13 de febrero de 2009

Aníbal





La felicidad, qué idea tan detestable, se dice. Sí, detesto la felicidad desde que vi cómo un chico era incapaz de fingirla. Ahora recuerdo con nitidez la cara de aquel chico tímido que no bailaba. ¿Por qué no lo hacía?, no lo sé, estaba paralizado entre cientos de ojos nerviosos y no lograba representar el gesto del divertimento. La contemplación de ese rostro fue muy estimulante. Tenía dieciséis años. Era el rostro del vértigo enmascarado y poco a poco se tornaba cada vez más amarillento, como una hoja enferma. Le miraba como si fuera el hígado hinchado de ese ser festivo que agolpaba a tantos jóvenes, o el cuerpo opaco, en agonía sostenida, de quien ha perdido la inercia de sus iguales. Ese chico no era feliz, simplemente era vergonzoso y ello comportaba una amargura de la que nadie más que yo parecía hacerse eco. Estaba plantado en un margen de la pista de baile y, de no ser porque algunos tropezaban con él de vez en cuando, hubiera dudado de su existencia. Nadie lo miraba, nadie le hablaba. Ninguna presencia se alteraba por la presencia de aquel chico. Era como el aire infranqueable que encierra al mimo. Por eso decidí acercarme y preguntarle si bailaría en el caso de ser invisible. El chico lo pensó, miró hacia adelante tratando de imaginar su invisibilidad danzando entre la gente, y luego dijo, tan bajo como si una hormiga musitara, que "no sabía". Pero leí sus labios, y sentí que la apariencia retraída del chico escondía cierto dolor. Encandilado por el sufrimiento del chaval, le cogí de la cintura, me lo acerqué y le apreté contra mi carne. El tímido miraba el suelo y se dejaba manipular como un muñeco. Le susurré, muy cerca del oído, que si yo fuera invisible hubiera preferido pasar toda la noche contemplando a los fantasmas sobre su rostro. Fui sincero, realmente me sentí atraído por la complejidad de la vergüenza, y en ese instante quise besar aquellas facciones tensas que parecían tener alrededor un enjambre de abejas. Sin embargo, no tuve la destreza necesaria para conectar con él y le dejé aún más inmóvil, arrojado a un profundo pozo entre mis brazos, y acabé soltándole y volviendo con mis amigas. El chico pareció desaparecer de soledad en el mismo lugar donde lo había dejado. Nadie lo veía, sólo era un espacio vacío, una jaula sin su pájaro, sí, ya era casi invisible y ello transformaba su tristeza en una tristeza complacida. Mi única respuesta era una ausencia, un sobre de amir sin carta mientras yo bailaba.